Castellls o Toros de la Vega
Hay muchas cosas de esta España que no me gustan. Abomino de quienes justifican la barbarie con la tradición. Si constituye una tradición que una turbamulta armada con lanzas persiga un toro hasta lancearlo de muerte después de un largo proceso de torturas, creo sencillamente que esa tradición hay que erradicarla.
Hubo tiempos en que era costumbre realizar autos de fe y quemar en la hoguera a los herejes. Seguro que tendría éxito recuperar el circo romano y las luchas de gladiadores. Habría público para las ejecuciones en la horca. La tradición es dinámica para adaptarla a los avances de la civilización y la cultura. Todavía hay sociedades que lapidan a las adúlteras por tradición.
España es una realidad muy plural. Se puede comprobar visitando Euskadi, Asturias o Cantabria. También Andalucía, Extremadura y Cataluña. Tengo mi identidad, mis identidades armónicamente compartidas.
No soy consciente que mi condición de español me limite en el desarrollo y disfrute de esas identidades. No entendería una España en la que no existieran Cataluña y Galicia, porque su existencia y mi partencia común están íntimamente ligadas a la resultante de mis identidades compartidas. Al mismo tiempo mi condición de español sin necesidad de desayunar cada mañana una bandera no me impide sentirme ser humano, europeo, demócrata y solidario con los seres humanos de todo el mundo.
No es fácil para mi ser español en estos tiempos. He vivido en varios países distintos y distantes. Y en todas partes he absorbido pedazos de mi identidad. No puede distanciarme de las vivencias que he ido acaparando.
Me horroriza la España del Toro de La Vega. Todavía no he pedido un referéndum para separarme de esa localidad, para que no pertenezca al mismo mundo que yo. Puede ser cuestión de tiempo el que me plantee separarme.
De momento aspiro modestamente a cambiar estas realidades insoportables. No me gusta la España donde crecen las diferencias y se producen recortes inhumanos. No me gusta el triunfo de la vulgaridad ni la desaparición de la meritocracia. No entiendo que España, sus políticos, renuncien a la influencia en el mundo exterior, pendiente siempre la mirada en el ombligo. No me gusta nuestra clase dirigente, su disociación de la sociedad, su pasividad ante la injusticia y su acomodo a constituir la política como una profesión.
He visto tirar de piedras a los bueyes en el País Vasco, donde se exalta la fuerza bruta cortando árboles y segando campos. No me interesa mucho, pero estoy dispuesto a colaborar en el respeto a esas demostraciones populares que no me apasionan. Porque no hacen daño a nadie y significa mucho para muchos vascos. Me quedo perplejo cuando observo a los Castellets trepar unos encima de otros para construir una torre humana. Y aplaudo que haya quien se entrene duro para seguir subiendo la torre humana.
El nacionalismo exacerbado es un pensamiento sentimental primitivo que invita al aislamiento en la creencia de que lo de uno es superior a lo del resto. Y que para defender esas constumbres o idiosincrasias hay que blindarse de toda contaminación.
No echo de menos los cocidos de mi madre o el jamón ibérico cuando estoy lejos porque encuentro otros placeres para sustituir los que dejo atrás.
Ante tantas cosas que no me gustan de esta España que tenemos, creo que el reto es colaborar en su transformación, aunque no tenga el paraguas de liderazgos que merezcan la pena ser seguidos.
Estoy convencido de que la mayoría de los intelectuales españoles, de cualquier rincón, se han hecho orgánicos y no arriesgan nada frente a los pensamientos establecidos. De tal forma que promover la separación de los catalanes desde Madrid es tan difícil o arriesgado como promover la permanencia en España desde Cataluña. El pensamiento intelectual ha sido tamizado de utilitarismo económico y social.
Hubo un tiempo en que los catalanes querían influir en los gobiernos y en las instituciones comunes de España para mejorar y sentirse más cómodos en un país común. La Transición hubiera sido distinta sin aportaciones tan importantes como las de Josep Tarradellas, Jordi Pujol, Pasqual Maragall y tantos políticos y empresarios catalanes.
Los estudios demoscópicos demuestran la evolución del pensamiento de muchos vascos en su relación con España. Para la inmensa mayoría, desaparecido el cáncer de ETA, la apuesta es una Euskadi fuerte, con toda su personalidad, enraizada en España.
Si me dieran a elegir entre la España del Toro de la Vega y la de los Castells, no lo dudaría un segundo y me iría a Cataluña. Afortunadamente, la democracia es la herramienta que permite todas las transformaciones. Y de la misma forma que abomino algunas costumbres arcaicas y brutales sería incapaz de burlar la ley para erradicarlas. Porque la ley es la garantía de la democracia. En la historia, siempre que se han invocado los derechos de los pueblos por encima de una ley emanada de un sistema democrático garantista, la resultante ha sido una catástrofe, derivando hacia el autoritarismo inevitable a pensar que los pueblos se pueden uniformizar en un pensamiento único.
Naturalmente, todo lo anterior es una reflexión general, pensando concretamente en lo que nos jugamos todos el 27 de septiembre.
PD: Mariano Rajoy sigue sin contestar ni saber. No se moja en nada. Ni en el asunto catalán que al parecer cree poder solucionar con la aplicación coercitiva de la ley, sin más; ni sobre la crisis de refugiados ni sobre ninguna cosa. La falta de ejercicio de la política empieza a ser dramática y amenaza con convertir España en un erial.