Casi nunca es demasiado tarde para una buena causa

La situación política está en estos días absolutamente condicionada por el conflicto entre sectores muy amplios de las fuerzas políticas y de la sociedad catalana y el Estado, con el reto soberanista de por medio. Las elecciones del 27 de septiembre se han convertido en la cita más importante desde la aprobación de la Constitución de 1978. Las espectaculares movilizaciones populares han llegado a las pantallas de los televisores y, por tanto, a las familias del mundo entero. España –su democracia, su gobernanza- está siendo observada desde todo el planeta. En esto, quienes pretendían la internacionalización del proceso han logrado su objetivo. ¡Y con nota!

Barack Obama, el presidente del país más poderoso de la tierra, ha expresado ante el rey Felipe VI su deseo de contar con una España «fuerte y unificada». Ojo al dato: Obama no dijo «unida» sino «unificada». Estas palabras constituyen una sutil, pero firme, moción de censura a los dirigentes políticos. Y sobre todo al que corresponde la mayor responsabilidad: el jefe de Gobierno Mariano Rajoy. A los gobernantes les toca, en efecto, la acción de unir. Hasta ahora -y Obama lo muy sabe bien-, nada de nada. Ni una concesión. Ni el más mínimo signo de diálogo. Ni la menor señal de negociación. Lo contrario de la política, que es el arte de encontrar acuerdos y soluciones. En este orden de cosas, un cero monumental. 

No es un asunto menor. Ni se resolverá en poco tiempo. Al margen del resultado del 27-S, tenemos contencioso para muchos años. A corto y medio plazo la conllevancia no será fácil, porque se han deteriorado muchas cosas. Pero nada ni nadie evitará que sigamos juntos. Por lo menos, físicamente juntos en la Península. Para lo que pudiera servir, quiero avanzar una propuesta que dirijo al Gobierno y a todos los dirigentes estatales: pónganse de inmediato manos a la obra, como hicieron PP y PSOE con la reforma de la Constitución para limitar el déficit público, y aprueben con carácter obligatorio e inmediato el principio de ordinalidad. Esta regla impide que las transferencias entre territorios lleguen a alterar el orden establecido en la creación de riqueza y en la recaudación tributaria. Esto es, que asegura ninguna Comunidad Autónoma  perderá la posición alcanzada en PIB per cápita en el ránking de la renta por habitante. Esto ha ocurrido durante los últimos decenios, sin variaciones significativas con ejecutivos de derechas o de izquierdas.

No es solo una cuestión de justicia, sino de racionalidad y de eficiencia. El sentido común exige incentivos a la actividad, no premios a la pasividad. Por el camino de la aplicación electoralista de los recursos no se crea riqueza, se destruye. Y por ahí se nos van a escapar a todos la sanidad, la educación y las pensiones. La aprobación del principio de ordinalidad eliminaría esa situación injustificable y negativa

De todos modos, la experiencia de este largo tiempo de engaños exige un blindaje suficiente de semejante medida. De ahí que, entre nosotros, sea un buen camino su incorporación a las leyes fundamentales del Estado. Necesitaría, también, un sistema de garantías en lo que atañe al cálculo de las relaciones financieras entre Catalunya y el Estado. Creo que esto pudiera resolverse encargando la labor a una oficina estadística de calidad e independencia indiscutible, como Eurostat.

Estoy convencido de que ya es tarde para que esta medida tenga efectos electorales. Pero quizá no sea demasiado tarde para otros fines de mayor calado. Podría evidenciar voluntad política de llegar a fórmulas más justas y más protectoras de nuestro amenazado Estado de bienestar. Políticos tan poco extremistas como Jorge Fernández Díaz, Alicia Sánchez Camacho y Manuel García Margallo se han pronunciado en el mismo sentido. Desde luego, no estoy proponiendo una media favorecedora de la independencia, sino del entendimiento y de la «unificación» en el sentido de Obama. Otra vez, Gobierno y oposición ¿a qué esperan?