Del estado de derecho al estado de los derechos agraviados
La convivencia de todos bajo las mismas reglas se ha ido transformando en un combate por el respeto de los derechos propios en detrimento de los de los demás
La idiosincrasia de los bilbaínos es motivo frecuente de chistes. Que si son de donde les da la gana; que si el agua de Bilbao es realmente champagne… Cuando salen de manifestapena, también son particulares. Como el jueves pasado, cuando 35.000 personas cortaron las calles y los puentes del Botxo para protestar por las pensiones.
Es verdad que en toda España hubo protestas: en Madrid salieron 3.000 manifestantes, que lograron rodear el Congreso, y en Barcelona unos 500. Pero, en ningún otro lugar se echó a la calle el 10% de la población. Que 35.000 vecinos de una ciudad de 350.000 participen en una protesta es una bilbainada de Libro Guinness. Pero indica algo más.
Los pensionistas vascos no están más indignados que los madrileños, gallegos o catalanes. Se les nota más porque pertenecen a una cultura política que ha vivido entre conflictos –no solo el terrorismo— en los que la protesta ha sido a menudo el principal idioma de debate. A los jubilados les parece un insulto que les suban las pensiones un 0.25%. Y merecen que se les reconozca que lo muestren de la manera tradicional en lugar de dar un like en Change.org.
El aparente asedio a la libertad es inquietante durante un momento de judicialización de la política
Todo parece estar bajo asedio: la libertad de expresión, con la condena del rapero Valtonyc y el secuestro del libro ‘Fariña’; la libertad artística, con el veto en Arco de la obra Santiago Sierra sobre “presos políticos”; el orden que siempre han tenido las cosas (“¡qué es eso de una huelga de mujeres!”), y hasta unidad misma de España, con el procés llevando su liturgia al Mobile World Congress para insinuar con los hechos que lo mejor es que vaya buscando otro escenario.
Se repiten con creciente frecuencia señales inquietantes, como advierte Amnistía Internacional al hablar de “restricciones desproporcionadas” a la libertad de expresión. Por mucho que Internet y las redes sociales hayan revolucionado la comunicación, no se entiende que haya ahora más condenas por apología del terrorismo que cuando actuaba ETA. Ni que la Justicia actúe con talante de democracia militante (en la que se prohíben ciertas ideologías) cuando el Tribunal Constitucional ha recordado que España no lo es.
El Código Penal, y la severidad de sus penas, se compadece poco en alguno de sus artículos con el mundo real. Pero si se judicializa la política, como ha hecho este gobierno, es solo cuestión de tiempo que la Justicia acabe politizada.
El temor a perder lo que se tiene provoca el auge del conservadurismo
El estado de derecho, que establece la convivencia de todos bajo las mismas reglas y obligaciones, se ha ido transformando en un estado de los derechos agraviados, en el que, cuanto más ofendido se siente un colectivo, más respeto exige, sea en forma de más libertad o de más mano dura. Cada cual reclama primacía para sus derechos, aunque sea en detrimento de los de los demás. La fuerza motriz de esa exigencia es, por lo general, el temor.
El estado de aprensión sistémica que nos ha invadido lleva aparejado un rebrote del conservadurismo: la pulsión de proteger lo que se tiene. Hay un conservadurismo político y socio-económico que se aferra al poder, al estatus y a los privilegios. Y hay otro antropológico, consecuencia de una cosmovisión amenazada –no entender qué está pasando— y del deseo de preservar el orden tradicional de las cosas.
Nuestro conservadurismo surge de un lugar más atávico que la ideología. Los pudientes vecinos del madrileño Barrio de Salamanca quieren preservar su españolidad ante la invasión de venezolanos que huyen de Maduro, más pudientes todavía, que disparan el precio del metro cuadrado. Un barrio humilde de Vitoria se niega a acoger a una familia gitana con acciones rayanas en la violencia. La mitad de Cataluña –en proporción variable, según el último CEO— se embarca en una aventura secesionista que, además de irreal, es autodestructiva.
El miedo ni es noble ni es estético. Por eso, se viste de ropajes más presentables: indignación, defensa de principios y valores… Pero, más allá del pretexto, solo el miedo, y su explotación interesada, explica que en la España actual se produzcan situaciones y se hagan cambios legislativos que no se hubieran aceptado hace un cuarto de siglo.
La confianza generada tras el 78 se ha desmoronado durante la Crisis
Durante los primeros 20 años del hoy denostado Régimen del 78, se construyó ex novo un estado moderno, democrático y altamente descentralizado. Se creó una polis nueva, con un sesgo legislativo progresista, una economía abierta y un notable reparto territorial del poder. Ese progresismo no fue sólo político sino vital. Los individuos, las instituciones y las empresas fueron capaces de asumir riesgos y probar cosas nuevas porque había confianza.
Esa marea ascendente comenzó un lento retroceso a partir de 1996. El No a la Guerra debería de haber sido un aviso para José María Aznar, pero intentó capitalizar los atentados de Madrid y perdió las generales de 2004. José Luis Rodríguez Zapatero no frenó el conservadurismo. De hecho, acabó generando más incertidumbre, el comburente principal del miedo.
Los diez años de la Gran Crisis –con su impacto sobre el mercado de trabajo, los equilibrios entre empleados y empleadores y los recursos de las familias— han hecho que languidezca la confianza. En su lugar, se ha instalado una desazón estructural teñida de fatalismo. La frase “es lo que hay” refleja el conformismo que se ha instalado en amplios segmentos sociales. Cuando se escucha en labios de un joven con escasas perspectivas, se le parte a uno el corazón.
La batalla del PP y Ciudadanos, el ‘procés’ y la irrelevancia de la izquierda son factores fundamentales de la actualidad
Nuestros electos de los últimos tres lustros han mostrado un creciente desinterés por cualquier proyecto que tarde más de cuatro años en dar un retorno electoral. El 15-M fue un aviso, pero esperaron a que escampara. La eclosión de Podemos en 2014 fue un segundo toque, pero su caída en apoyos, y su conversión en algo parecido a la casta que denunciaba, parecen haber creado en los políticos –entre los que apenas se distingue ya a los de la nueva política de la vieja— la sensación de que esa perturbación también ha escampado.
La vida pública en España se desarrolla en un circo de tres pistas. En una, el Ejecutivo y el Partido Popular ha renunciado a los acuerdos parlamentarios y dedica su atención al combate singular que mantiene con Ciudadanos. Ni Cataluña, ni mujeres, ni pensiones, ni por lo que se ve, presupuestos. La prioridad es eliminar a Albert Rivera como opción viable antes de las próximas generales. La pregunta es si Ciudadanos esperará hasta el final de la legislatura o iniciará ya su asalto al poder, aprovechando la parálisis popular.
En otra pista, el independentismo lleva dos meses regalándose una orgía semántica sobre legitimidad, gobierno efectivo y república. Detrás del metalenguaje patriótico, se esconde una batalla por el poder. Mientras, el impasse vuelve a inquietar a empresas e inversores. Y la última encuesta del CEO indica que a la ciudadanía se le van pasado las ganas de embarcarse hacia Ítaca. Si se forma un Govern, tendrá que gobernar en lugar de proponer destinos mitológicos.
En la tercera pista actúa la izquierda, un magma liderado por personajes de credibilidad efímera más preocupados por sus problemas que por los de los ciudadanos: la indefinición y la tibieza de Unidos Podemos; las disensiones internas del PSOE y los juegos malabares de los los comuns de Ada Colau. El escaso protagonismo de las diferentes formaciones de la izquierda, y de los sindicatos, en los nuevos movimientos que surgen de la sociedad –mayores, mujeres— no solo anuncian nuevos reveses electorales; atestiguan su creciente falta de relevancia.
El día menos pensado, el hartazgo de los agraviados puede pasar factura al gobierno
El temor y el hartazgo permean las causas de los agraviados. Los pensionistas no solo temen por sus pensiones sino por las de sus nietos. “Aquí deberían estar los jóvenes, que van a ser los más perjudicados”, decía uno de los veteranos que rodeaban el Congreso. Las mujeres están hartas y han dicho “hasta aquí hemos llegado”. Piden que se les escuche, pero exigen respeto.
Mariano Rajoy lleva camino de cometer el mismo error que Aznar: alienar a los agraviados. ¿Afirmar que el PP es ‘quién más protege a los pensionistas’ cuando acaba de subirles el 0.25%? ¿Acusar de ‘elitista e insolidaria’ la huelga de mujeres del 8-M? Los argumentos del PP no solo rezuman conservadurismo; revelan una desconexión terminal con el país que gobiernan.
La oposición más efectiva con que ha topado Donald Trump ha surgido en cuestión de días instigada por un puñado de críos, hartos de que les ametrallen en los colegios. La clase política española –y eso incluye a la catalana— debería considerar la posibilidad de que, el día menos pensado, un colectivo cualquiera de nuestro propio estado de los agraviados –viejos, mujeres, catalanes hartos de que les mareen con el procés— se los lleve por delante.