Carles Puigdemont y la «generación diésel»

No hay realidad que no sea conflictiva. Y sin embargo ya estamos yendo, nos dicen las nuevas generaciones. Saben que no quieren vivir así porque ya están aprendiendo a vivir de otra manera. Ese podría ser el resumen de lo que ocurrió en las plazas del 15M. En realidad es así como lo explican los filósofos del común.

Pero en Cataluña eso mismo se podría aplicar a lo que sucedió el pasado fin de semana cuando empezaron a tomar posiciones los integrantes de la denominada generación diésel. Una denominación que, justo es reconocerlo, acuñó Xavier Bru de Sala en un artículo publicado en El País el 27 de marzo de 1999 para destacar que una generación de treintañeros estaba ocupando el espacio social que le correspondía.

A Bru de Sala no le faltaba razón. A finales del siglo pasado empezó a destacar un joven elenco de profesores, periodistas y políticos de gran valía. El error de Bru de Sala fue que en su afán reivindicativo mezcló demasiados nombres.

Fue entonces cuando servidor escribió otro artículo (que luego pasó a formar parte de mi libro Testimoni públic, Editorial Afers, 2001), con el que quise matizar los excesos de Bru de Sala. Algunas de las personas que él incluyó en esa generación diésel, en verdad pertenecían a otra, a la que llamé generación mortadela, que es la mía, porque en los tiempos en que éramos bachilleres ese grueso embutido de orígenes italianos era común en los bocadillos de los que estudiábamos en colegios públicos.

A ella pertenece gente tipo Joan Coscubiela, Enric Canet, Emma Vilarasau, Vicent Sanchis, Mercedes Milà, Álex Susanna, Clara Ponsatí, Tatxo Benet, Pipo Carbonell, Paco Segarra, Neus Bonet, Jordi William Carnes, Manuel Huerga, Vicenç Villatoro, Jordi Rebellon, Rosa Cullell, Francesc Escribano, Andreu Mayayo, Sílvia Cóppulo, Joan Carles Gallego, Xavier Sardà, Pepe Álvarez, Ferran Toutain, Enric Juliana, Juan García, Enric Sòria, Pepe Antich, Salvador Cardús, Josep m. Muñoz, Àngel Castiñeira y un largo etcétera. Artur Mas es de esa misma generación, puesto que nació el 31 de enero de 1956.

En menos de 72 horas, Artur Mas se ha convertido en presidente emérito y con él se marchan unos cuantos políticos de la generación mortadela para que, al frente de la Generalitat, se situase Carles Puigdemont, un presidente inesperado, llamado a convertirse en el líder de esa generación diésel, que es la versión catalana de la generación X nacida entre el albor de 1960 y principios de los años 80.

Puigdemont preside, pues, un gobierno joven, con bastante paridad de género y dos gais desacomplejados, lo que debería ser motivo de orgullo de todo el mundo y en particular del colectivo LGTB. Un reflejo excelente de la diversidad de la sociedad catalana.

Exceptuando la consejera de mayor edad, Dolors Bassa, quien nació en 1959, los demás, incluyendo al presidente, nacieron en la década de los sesenta o setenta. La horquilla de edad va de los 37 años de Meritxell Ruiz hasta los 56 de Bassa. En medio se sitúan Puigdemont (53), Jordi Baiget (52), Jordi Jané (52), Meritxell Borràs (51), Josep Rull (47), Oriol Junqueras (46), Neus Munté (45), Raül Romeva (44), Toni Comín (44), Santi Vila (42), Meritxell Serret (40) i Carles Mundó (39). La nómina se cierra con el nuevo secretario del Gobierno, Joan Vidal de Ciurana, de 44 años.

Ese plantel gubernamental coincide con un buen número de periodistas, escritores y profesores de su misma generación que llevan tiempo despuntando en sus respectivos ámbitos, antes incluso que los políticos que hoy llegan a los primeros puestos de responsabilidad nacional.

Ahí están, por citar sólo algunos, Mònica Terribas (48), Jordi Évole (41), Toni Solé (50), Susanna Griso (46), Francesc-Marc Álvaro (49), Ferran Sáez (51), Pepa Massó (50), Marçal Sintes (48), Anna Figueras (41), August Rafanell (52), Albert Sáez (50), Enric Hernández (46), Xavier Grasset (52), Xavier Pla (49), Antoni Bassas (54), Esther Vera (48), Marina Garcés (42), Xavier Antich (53), Xavier Bosch (48), etcétera, etcétera.

Además, en el segundo rango de todos los departamentos de la Generalitat se sigue la misma tónica generacional, aunque se menosprecia la paridad, que no guarda de ninguna manera la proporcionalidad necesaria. Una lástima, porque esa es, normalmente, la prueba del algodón. La Cataluña del futuro tiene aún pendiente asegurar la igualdad de género y la conciliación familiar.

Carles Puigdemont parece un hombre tranquilo. Lo demostró en su primera entrevista televisiva, a pesar de que no fue especialmente buena ni estuvo bien hecha (antológica fue la pregunta de si el Presidente invitaría a participar en el Gobierno a algún miembro de la CUP, lo que demuestra un desconocimiento de las normas jurídicas del país por parte de los guionistas de la entrevistadora).

Puigdemont es consciente de lo que se le viene encima y cuáles van a ser las dificultades que tendrá que afrontar. Tiene personalidad, eso es evidente. Lo que tendrá que demostrar es si sabe imponer su autoridad frente a propios y extraños. Esperemos que no tenga que lidiar con las deslealtades que hundieron a Pasqual Maragall y a José Montilla.

A la cabeza de una generación diésel que llega con fuerza, Puigdemont ya suscitó la simpatía del mundo soberanista la misma tarde de su investidura al demostrar que tenía una gran pericia parlamentaria. Le bastó acertar con las réplicas a los portavoces de la oposición —que por otro lado no son nada del otro mundo, a excepción de Miquel Iceta—, con una pizca de cultura, educación y buen humor.

Les destrozó con una superioridad dialéctica que sólo le negaron los viejos y recalcitrantes comentaristas apegados al unionismo, que pertenecen, curiosamente, a la generación tampón, que es la de los nacidos en los años cuarenta y que se resiste a abandonar la primera línea.

En tan sólo siete días, este país está dando un vuelco que puede ser espectacular. Dependerá de cómo toreen la situación estos «jóvenes» valores que lo podamos celebrar dentro de dieciocho meses o de los que sean. Estamos yendo y no nos pueden defraudar.