El camino del bien
La exposición constante en redes sociales y el discurso dominante [...] son aprovechadas por un sistema que abduce, devora y se enriquece a costa de sus propios movimientos antisistema.
En los años 80, el líder de la OLP, Yaser Arafat, puso de moda la kufiyya, convirtiéndolo en símbolo del nacionalismo palestino. A finales de la década, millones de jóvenes alrededor del mundo ya habían adoptado ese pañuelo como símbolo de su solidaridad “radical chic”. Unos 10 años más tarde, durante la llamada “segunda Intifada”, mientras los atentados terroristas volaban autobuses cargados de civiles en las calles de Jerusalén o Tel Aviv, los activistas más solidarios y más «cool» llevaron la moda su punto de inflexión. La insaciable demanda atrajo la atención de los fabricantes chinos, que inmediatamente inundaron el mercado con bufandas omnipresentes y más baratas. Incapaces de competir con la industrialización masiva, la práctica totalidad de los talleres palestinos en los que se elaboraban artesanalmente las bufandas, se vieron obligados a cerrar.
El pretendido apoyo mundial a la causa no solo embelleció el terror que subyacía detrás, sino que terminó condenando a la miseria a aquellos que decía defender.
Y es que la solidaridad vende. De hecho, vende tanto, que se ha erigido en el producto mismo, desplazando las causas originarias a segundo grado. Según la Universidad Johns Hopkins, Centro de Estudios de la Sociedad Civil, desde un punto de vista económico, las ONG representarían el equivalente a la 5ª economía mundial. Es decir, que si las ONG fueran un país, serían el 5 país más rico del planeta, viviendo de la industrialización de las mejores intenciones.
En su «Pequeño manual para uso de los padres de un niño woke», el pensador francés, Xavier Laurent Salvador, describe el fenómeno de cómo cada denuncia ética, tiene una contrapartida económica: “Se trata de mercados que el neoliberalismo conquista agresivamente recurriendo al método de la preocupación culpabilizadora: a una proposición moral («la comida no es justa», «los espectáculos no son inclusivos», «los libros no reflejan la diversidad») le sigue una prescripción comercial («hay que comprar las herramientas adecuadas»). De este modo, sectores enteros de la cultura escolar se ven penetrados por mercancías vendidas por los pregoneros de la novedad a cualquier precio”.
Así a más probo y luminoso en la actualidad, más desvinculado de los pecados de papá
El fenómeno se nutre de una corriente narcisista que pide a los ciudadanos occidentales exhibirse ante el mundo como seres virtuosos, aborreciendo y flagelándose ante un pasado supuestamente deshonroso en su totalidad. Así a más probo y luminoso en la actualidad, más desvinculado de los pecados de papá. Como si de “nuevos conversos” se tratara, “estos acontecimientos suelen producirse en una atmósfera cargada de emociones en la que existe una presión considerable para demostrar la fuerza de las propias convicciones, y uno se pregunta si estas manifestaciones son atribuibles a un cambio interior auténtico y duradero o simplemente al cumplimiento de las exigencias de una intensa presión normativa” (Sociología de la Conversión, David A. Snow y Richard Machalek).
Así, la exposición constante en redes sociales y el discurso dominante, requieren de un compendio de virtudes intangibles, que son prudentemente aprovechadas por un sistema que abduce, devora y se enriquece a costa de sus propios movimientos antisistema. Por consiguiente, las causas prêt-à-porter son los nuevos elementos de consumo. Desde el feminismo hasta el cambio climático, todas causas imprescindibles, se ven fagocitadas por una máquina gregaria que primero las desvirtúa y posteriormente las convierte en un mero producto de mercado.
El mercado del anti mercado en el que se venden valores sociales. Y no habría ningún problema si todo ese esfuerzo de marketing y de aparente autoexigencia no resultaran en la frivolización de las mismas causas a mayor gloria de quienes las defienden. A raíz de los videos de celebridades y mujeres anónimas cortándose una mecha en solidaridad con las mujeres que estaban siendo brutalmente reprimidas en Irán, se preguntaba el filósofo francés, Raphaël Enthvoven: ¨Por qué el gesto (superficial) de cortarse el pelo en solidaridad con #MahsaAmini se ha hecho viral, mientras que el gesto (poderoso) de quitarse el hiyab en solidaridad con miles de víctimas ha permanecido ilocalizable?”.
No deja de ser un gesto de coquetería que […] permite a sus protagonistas alcanzar las cumbres de la virtud
Y es que cortarse una mecha de un peinado perfecto no deja de ser un gesto de coquetería al que, si además le añadimos cierta trascendencia, permite a sus protagonistas alcanzar las cumbres de la virtud. Pero quitarse un hiyab en la Europa occidental obligaría a abrir debates acerca de verdaderos conflictos sociales, éticos y políticos, mucho más espinosos y bastante menos ornamentales. Y, sobre todo, que no quedan tan bien en un selfie de Instagram.
Pero la polarización narcisista de los debates en los que todo contraargumento es caricaturizado, impide una reflexión sosegada acerca de las causas defendidas y de las herramientas empleadas para ello. Y es una lástima que así sea, porque afortunadamente los sentimientos son buenos y nobles, pero están siendo tan instrumentalizados y tan mal canalizados, que estamos pavimentando el camino de las injusticias, las brechas sociales y engordando frustraciones y paranoias.