Caja Madrid infla las velas de Podemos
Días atrás, en un taxi, escuché exponer a un tertuliano radiofónico que no identifiqué un argumento similar al del título. A su juicio, el guión de lo sucedido con las ya famosas tarjetas black que se repartieron 86 consejeros de Caja Madrid, con Blesa y Rato a la cabeza, parecía estar escrito punto por punto por alguien de Podemos, pues no parece que haya nadie que pueda salir más beneficiado del escándalo.
El correlato de esa orgía de lujosos gastos, retiradas opacas de efectivo, sobresueldos encubiertos a cambio de complicidades sobreentendidas y falseamiento contable es, seguramente, uno de los mejores regalos que los autores intelectuales del concepto “casta” podrían recibir. Los dos partidos mayoritarios, PP y PSOE, por el contrario recordarán la conocida frase de Voltaire: “Líbreme Dios de mis amigos que de mis enemigos ya me cuido yo”.
El beneficio para las huestes de Pablo Iglesias es que sólo en un concepto tan genérico como el de casta es posible englobar la amplia y plural lista de agraciados con ese premio gordo de Caja Madrid. Ahí hay militantes de formaciones y funciones tan dispares como Rodrigo Rato, ex director gerente del FMI y casi candidato a la presidencia del Gobierno, o el catedrático y cofundador de Izquierda Unida, José Antonio Moral Santín; ex ministros socialistas o sindicalistas de UGT y CCOO; presidentes de patronales o reputados académicos liberales…
¡Qué razón tenía el tertuliano! De no haber sido radicalmente cierta, la historia de las tarjetas le hubiera gustado crearla a un comunicador de Podemos para de esta manera explicar qué quieren decir con la palabra casta. ¡Qué claro y sugerente aparece el discurso de los círculos que lideran Iglesias, Monedero, Errejón…! Casi tanto como en su momento pareció el de élites extractivas, concepto creado por los economistas Daron Acemoglu y James A. Robinson (“Why the nations fall?”) y que César Molinas ayudó a su difusión en España, hasta que el fenómeno Podemos le arrebató el merecido protagonismo que disfrutaba.
La casta o las élites extractivas, qué más da. Esos grupos transversales, detentadores del poder, que deberían ser ejemplares por su liderazgo institucional y que, en cambio, son meros captores de rentas para sí mismos y para su cohorte clientelar que les baila el agua a cambio de una cómoda permanencia y disfrute a su lado.
Hay que leer, por si aún hiciera falta, los argumentos de defensa de Rato y Blesa (un ex inspector de Hacienda), las pueriles justificaciones del catedrático Moral Santín (las usó para compensar los gastos que tenía en desplazamientos, en compras de libros…, que su dedicación como vicepresidente de la entidad financiera no le cubría, ¡como si no tuviera capacidad para reclamar una contrapartida a su esfuerzo!) u otros alegatos de los demás implicados para sorprenderse por la ausencia casi total de referencias éticas o morales en unas personas que, no obstante, han ocupado y aún ocupan las posiciones sociales más destacadas y de mayor prestigio.
Y, sin embargo, prefiero seguir resistiéndome a hablar de la casta, a usar tan excesivo y generalista término, a compartir esa descalificación global. Es verdad que la extensión de la corrupción y la amoralidad en España parece un mal sin fronteras. Que en ese pozo encontramos desde un histórico y emblemático sindicalista asturiano hasta un ex presidente y símbolo de la moderna Cataluña, desde presidentes autonómicos del PP hasta succionadores de fondos de formación (tanto en UGT como en Unió Democràtica), pero es preferible recordar que también hubo consejeros de Caja Madrid que se negaron a hacer uso de ese injustificado privilegio.
Es verdad que ha habido banqueros que han hallado en la desregulación el ecosistema adecuado para un latrocinio que ha costado a sectores importantes de la ciudadanía un profundo sufrimiento y miles de millones de euros, pero también que hay hombres como el actual presidente de Bankia, José Ignacio Goirigolzarri, que predica y practica que “los proyectos empresariales no pueden justificar actuaciones sin principios”.
Es oportuno felicitar a Podemos por detectar un concepto de tanto éxito como el de casta, pero es engañoso para explicar por qué la corrupción ha llegado a desbordar tantos límites en nuestro país. Tenemos, ciertamente, un sistema político que no funciona, que facilita a sus dirigentes una invasión de instituciones y espacios sin motivos suficientes (las cajas, por ejemplo), que provoca piruetas absurdas en los sistemas de control (los partidos designan al Tribunal de Cuentas que a su vez fiscaliza las cuentas de los propios partidos) y que acaba hasta burlando la división entre poderes (la Generalitat, controlada por un partido cuya sede está embargada por la corrupción del Palau de la Música, acaba de otorgar el régimen abierto a los 45 días a Vicenç Gavaldà, secretario de organización de UDC –la U de CiU- condenado a siete meses por el caso Pallerols).
Ponerlo todo en un único paquete, aunque ayuda a ganar muchos votos, es, sin embargo, difícil que consolide una alternativa de gobierno. La pena, como decía el periodista Enric González, es que estamos abocados a dos escenarios: uno de mala gobernación y otro ingobernable.