A punto de terminarse la legislatura catalana, en la próxima habrá un ilustre ausente: Antoni Castells. El conseller de Economia i Finances del tripartito (lo ha sido con el Govern de Maragall y con el de Montilla) abandona la política concebida, al menos, al modo clásico. No estará en las listas electorales de su partido y, posiblemente, será visto en breve en un buen acomodo del sector privado y/o en un confortable destino universitario.
Para Castells, la recta final de su mandato ha sido un quebradero de cabeza constante. Empezó cómodo en el 2003, jugando a afearle la conducta al último Govern de Pujol. Había suficiente materia para levantar las alfombras y con un equipo de economistas dirigido por Antoni Serra Ramoneda prometió una auditoría a fondo, que ni fue de infarto (como hizo célebre Alfonso Guerra), ni fue.
Aquella tibia actuación, que dejó en el tintero no pocas expectativas de regeneración en la práctica económica de la Administración catalana, fue una premonición de la filosofía que iba a presidir su mandato: sociovergencia templada.
Etapa Maragall, etapa Montilla
El conseller económico ha vivido dos etapas diferenciadas en su experiencia gubernamental. Una primera, de relumbrón, con un presidente que confiaba en su capacidad para liderar el nuevo esquema de financiación autonómica y un debate estatutario adecuado a su perfil político. La segunda, con los capitanes del PSC del Baix Llobregat vigilando sus pasos, no ha sido tan plácida.
Montilla le restó atribuciones de hecho y se puso a su lado a un asesor económico que coordinaba los grandes temas empresariales. Hubo discrepancias sonadas en el seno del Govern y en alguna ocasión, el president le llamó al orden. Castells se dedicó a negociar la nueva financiación para Catalunya, y ése fue su gran éxito. Sus planes estratégicos para la economía catalana, los acuerdos de competitividad y la concertación social nunca figurarán entre los principales activos de su paso por Economia. UGT se le puso enfrente, las patronales buscaban interlocutores más directos y el escenario que estaba por venir iba a convertir todos aquellos asuntos en papel mojado.
Lo que podía haber sido una confortable gobernabilidad se truncó con la llegada de la crisis. Públicamente, Castells nunca la hizo suya. El marrón se repartió entre Presidència, Indústria y Treball. Entre bambalinas, actuaba. En un encuentro con periodistas, el titular del departamento se jactó de haber puesto firme a la banca y conseguir que refinanciaran a la inmobiliaria Habitat, de Bruno Figueras, además de concederle un crédito del ICF. No había hecho más que comenzar la crisis del ladrillo. Apenas unos meses después, Figueras protagonizaba una sonora insolvencia.
El cátedro y la trituradora
El conseller ha gozado de una inmaculada imagen pública, vinculada a su perfil de cátedro universitario y su discurso esmerado. De puertas adentro, se le considera una trituradora. Sus equipos más próximos, sobre todo sus jefes de gabinete, han sido los menos estables de todo el Govern. Uno tras otro, sus colaboradores han desfilado y no siempre con un buen recuerdo del jefe.
En el ámbito financiero tampoco puede lucir un cartel de éxitos. Cuando la crisis financiera arreció, Castells intentó crear un mapa catalán de cajas con un diseño sin injerencias del exterior. Fracasó. Laietana, Girona y Penedès prefirieron pensar por si mismas y, pese a los intentos del conseller, decidieron por su cuenta. Quiso hacer una gran caja de ahorros de fundación pública y Girona se echó en brazos de La Caixa. Fueron sonados los desplantes telefónicos entre él y el director general de Caixa Penedès, Ricard Pagès, poco acostumbrado a que un político le marcara el paso.
Por si fuera poco, las finanzas públicas del Govern, ya con la nueva financiación en marcha, se pusieron al rojo vivo. La vivienda había dejado de ser el maná que alimentaba políticas sociales, inversiones identitarias y una cierta alegría en el gasto anterior a la crisis. El recorte le puso contra las cuerdas. La recaudación ha caído en la parte final de su mandato hasta el extremo de forzarle a utilizar las tijeras, pelearse con sus compañeros de gabinete y alimentar las tensiones preexistentes.
Chulería con el Santander
Para buscar dinero, Castells se desplazó a algunas grandes plazas financieras a modo de road show. Volvió sin un euro. No estaban los mercados financieros para prestar a una administración con un déficit creciente y situada en un país que, en aquel momento, estaba considerado uno de los peligros del euro. Volvió a intentarlo con la banca, y obtuvo un préstamo de 1.000 millones en el que La Caixa y el BBVA hicieron la mayor parte de la aportación. Ahí ya encontró el primer revés: el Santander de Botín no quiso participar. Veladamente, Castells lanzó una amenaza al grupo de Don Emilio en términos nacionalistas. No pasaron, aparentemente, de extemporánea justificación de sus dificultades.
Vista la cerrazón, la última gestión de Castells, el corolario a su paso por la política, ha sido buscar el dinero entre los propios ciudadanos para pagar la sanidad y la educación, que entre otros capítulos ya acumulan retrasos en los cobros. Nuevamente, las cajas catalanas y el Banc Sabadell se han convertido en su tabla de salvación para colocar y asegurar una emisión de deuda pública, bautizada por políticos y periodistas como bonos patrióticos, que acaba de entrar en circulación.
El mundo empresarial que le reverenció al inicio, ahora le mira de perfil. En la política, sus tempestuosas relaciones con Artur Mas no han mejorado. En su partido, lo dan por amortizado. La sociovergencia que él impulsaba de facto tiene un umbral electoral incierto y su participación se antoja difícil. El anverso de la moneda ahora es reverso y, más de uno que lo idolatró en sus inicios le despide con un bye, bye Castells.