Buscando el ‘breturn’
No lo confiesan, pero algo en su tono de voz les delata. Buena parte de los británicos que el pasado 23 de junio saltaron desde el acantilado del brexit no se sienten como águilas volando hacia el sol sino como ese suicida que, mientras cae hacia las rocas, piensa que lo de lanzarse al vacío ‘quizá no fue una buena idea después de todo‘.
Las consecuencias de ese salto, descontadas con alegre desdén por el bando del ‘leave’, empezaron a cumplirse implacables a partir del día 24: caída de la libra, proyectos de inversión detenidos, contrataciones congeladas, rumores de deslocalización, rebajas en la calificación de la deuda… Winter is coming.
La decisión británica de abandonar la Unión Europea –si se consuma— será el acontecimiento político más trascendental de la vida europea en una generación. Nada desde la caída del muro de Berlín en 1989 plantea más incógnitas, más peligros ni más capacidad de alterar nuestra realidad social y económica… a peor.
El resultado del referéndum ha sido devastador en más de una manera. No sólo por su efecto declarado (manifestar los deseos de abandonar la Unión Europea) sino porque ha reventado todas las costuras de la sociedad británica y la ya debilitada argamasa que mantiene unido al Reino Unido.
Los partidarios de permanecer en la Unión Europea sienten que su futuro ha sido secuestrado. Los jóvenes acusan a los viejos, Londres a las ciudades del interior, Escocia a Inglaterra y del Ulster surgen voces que piden –por encima de la rivalidad entre protestantes y católicos—la unión con Irlanda. Lo que el IRA no consiguió lo puede lograr la retórica del UKIP.
Pero la mayor y más trágica ironía es que muchos de los que acudieron envalentonados a las urnas el 23 de junio para ‘darle una lección a esos extranjeros‘ se despertaron al día siguiente con la sensación de haber cometido el mayor error de sus vidas.
La reacción del ‘remain’ era previsible. Lo que no lo era tanto es la oleada de dudas y arrepentimiento posterior al voto. De cómo evolucione esa masa de opinión puede depender un fenómeno todavía más insólito: el breturn (British return), es decir, la no aplicación de su resultado.
David Camerón, iniciador de todo el desaguisado, asegura que, como demócrata que es, no puede ignorar el mandato popular. Pero, demócrata o no, comenzó la gestión de la crisis post-brexit incumpliendo una promesa fundamental: que invocaría «inmediatamente» el Artículo 50 del Tratado de Adhesión a la UE (el que desencadena la desconexión) si perdía el referéndum.
En su lugar, anunció que abandonaría Downing Street y la Presidencia del Partido Conservador en octubre, para dejar a su sucesor el acto formal de iniciar el divorcio. Esa decisión le proporciona el elemento más crítico: tiempo.
Tiempo para dilucidar tres cuestiones esenciales: la sucesión en el Partido Conservador, la evolución de la opinión pública y la creación de un consenso constitucional sobre el refrendo parlamentario al brexit.
Ninguna de las certezas previas al 23-J se sostienen después del referéndum. El ambicioso Boris Johnson –principal candidato a suceder a Cameron al frente de los tories—ha sido el primero en decir que «no hay prisa» para invocar el Artículo 50, consciente de la que se le viene encima.
Además, a medida que el sentimiento de que «quizá nos hemos equivocado» aumenta entre las bases, voces más conservadoras sensatas –Theresa May, por ejemplo— consideran competir contra Johnson por el liderazgo del partido.
Pero más elocuente todavía ha sido Michael Heseltine, el veterano conservador que acabó con Margaret Thatcher, ha dicho claramente que unos 350 (de los 500) miembros del Parlamento británico se oponen al brexit y «no van a votar negro cuando saben que es blanco«.
Puede que Lord Heseltine tenga ya una edad, pero nadie olvida su historial de ‘kingslayer’ (mata-reyes). Ya ha pedido la creación de un grupo interpartidario en Westminster para buscar opciones.
Igual que Tim Farron, líder de los debilitados liberal-demócratas, que ha prometido «no rendirse» y luchar para «devolver a Gran Bretaña a la UE«. O el laborista David Lammy, sublevado contra el débil y desnortado Jeremy Corbyn, para evitar la secesión de Escocia y la disolución del Reino Unido.
Gran Bretaña, pese a no tener una constitución escrita, es un país profundamente legalista. Y el epicentro de su sistema es el Parlamento. Allí, se recuerda estos días, reside la potestad de convertir el resultado del referéndum –que legalmente es meramente consultivo aunque políticamente su valor sea indiscutible— en un act of parliament que derogue el que en 1972 formalizó la adhesión del Reino Unido a la Unión.
Es la tesis que sostienen destacados juristas y que, con notable eco mediático, ha sostenido Geoffrey Robertson, un abogado de derecho humanitario de prestigio mundial, que promueve que los británicos urjan a sus representantes para que, llegado el momento, voten en los Comunes contra la salida.
Y finalmente, si la lucha en el seno de los conservadores y el debate político general se desborda, unas elecciones anticipadas –que se convertirían en auténticas plebiscitarias—, aunque improbables, también son posibles. Una petición al Parlamento para modificar las normas de los referéndums, que ha obtenido cuatro millones de adhesiones en menos de una semana, sugiere significativos cambios de opinión si los británicos vuelven a las urnas.
Pero Escocia y la actitud de los líderes de la UE serán tan críticos como los caprichos de los mercados y las decisiones de las multinacionales sobre su futuro en el Reino Unido en las semanas y meses venideros.
Nicola Sturgeon, defendió vigorosamente el ‘remain’. Ahora, un segundo referéndum independentista en Escocia aparece como algo no solo factible sino cercano. Pero irónicamente, su mera posibilidad puede actuar de incentivo para evitar una nueva consulta y, de paso, asegurar que Gran Bretaña no se vaya.
Al otro lado del Canal, acosados por el auge de los populismos en sus propios países –y quién sabe si hartos de Camerón y la eterna excepcionalidad británica—, François Hollande, Matteo Renzi y otros líderes de la UE han adoptado una línea dura respecto al Reino Unido: Out is out: invoquen cuanto antes el Artículo 50.
El Presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, y en similar medida, los presidentes del Parlamento y el Consejo europeos. Martin Shultz y Donald Tusk, han hecho lo esperable: confundir liderazgo con gesticulación. En una suprema muestra de mentalidad funcionarial, su única propuesta para salvar el edificio es echar a los vecinos.
Solo Angela Merkel, que decepciona cuando se le pide grandeza y sorprende cuando nada se espera de ella, ha logrado hasta ahora imponer una cierta medida de mesura y paciencia en la reacción irreflexiva de sus colegas.
El resultado de 23-J estuvo condicionado por múltiples factores, desde la demagogia hasta el hecho de que buena parte de los jóvenes que podrían haberlo evitado, no fueron a votar. Pero fue un referéndum democrático y, en última instancia, en una sociedad libre, equivocarse es legítimo.
La pregunta a la que se enfrenta el Reino Unido ahora es si, con igual legitimidad, los efectos de referéndum pueden ser revertidos ante la creciente evidencia de que su aplicación será lesiva para el bien común.
En otras palabras, ¿se debe permitir que un suicida consume su decisión o, por el contrario, hay que salvarle del borde del abismo?