Brufau: de joven ‘arturito’ al petróleo guaraní

 

La barra de Boca amenaza la calle conquistada por Cristina Fernández de Kichrner, a golpe de justiprecio. Pero, Mauricio Macri, alcalde de Buenos Aires y patrón del popular equipo de fútbol, es contrario a la expropiación de YPF. Y, así, mientras el populismo justicialista y el nacional futbolismo agrietan el cemento que les une, Antoni Brufau, presidente agraviado de Repsol, exige 8.000 millones de euros, el precio de una restitución, que al parecer no obtendrá fácilmente.

Brufau es aquel brillante ejecutivo de Arthur Andersen que deslumbró de joven, como arturito, en la época en que las auditorias externas evidenciaron la quiebra técnica de las eléctricas españolas (la Fecsa de Alegre Marcet y Luís Magaña; la Endesa de Feliciano Fuster; la Hidrola de Íñigo Oriol; o la Fenosa de Victoriano Reinoso) y pusieron patas arriba la contabilidad de las sociedades anónimas.

Con el tiempo, se ha convertido en un financiero refulgente al que las matemáticas se le dan mejor que la estrategia. Su etapa de madurez al frente de empresas como Gas Natural y Repsol se salda con una mezcla proporcionada de pros y contras. Tuvo que soportar la insumisión de Sonatrach, la empresa pública argelina que suministra gas natural a España a través del gasoducto del Magreb y que compite con las cabeceras libias en el mixtream, el negocio de los fletes de los barcos que transportan gas licuado inmersos en un mercado de jugosos beneficios contabilizados en paraísos fiscales, con el beneplácito mansísimo de la Hacienda española.

Sonatrach, anclada en un país de velos y hiyaps demostró ser menos fiable que la Argentina peronista. Un buen día, Argelia modificó unilateralmente los contratos take or pay (en los que el comprador paga todo lo apalabrado, sin posibilidad de volverse atrás) y entró en conflicto con los distribuidores españoles (Gas Natural y Repsol) hasta emitir un laudo perjudicial para la Administración española, que actúa como tutela en los negocios de Estado. “Nos costó dinero”, recuerda un ex alto cargo público.

Brufau tiene un pie y medio metidos entre suministradores de energía primaria. Juega en los campos embarrados de países terceros, pero tiene a Bruselas pisándole los talones y a las agencias de calificación anglosajonas marcándole de cerca. Una de estas últimas, Standard & Poor’s, anticipó hace poco la inseguridad jurídica de las inversiones en Argentina. Antes de la expropiación, Repsol tuvo que pasar por las arcas caudinas de Sacyr, la constructora de Luis del Rivero, que se había hecho con el 20% de la petrolera y sindicó sus acciones con la mexicana Pemex. Pero, el frente común de Del Rivero en el Distrito Federal acabó cuando Repsol recuperó la mitad de la participación y despejó el horizonte mediante un pacto con Aliance Oil para buscar petróleo en Rusia. Todo esto ocurría poco antes de que YPF encontrara un yacimiento descomunal en Vaca Muerta, un subsuelo argentino, que ha acabado afilándole les dientes a la Doña (Cristina Fernández). “Hemos perdido las guerras de Argelia y de México y, ahora, después de haber encontrado un yacimiento nuevo en Argentina, nos despachan”, explica el mismo alto cargo público convencido de que la brillantez de Brufau “nos está saliendo cara”.

Escaló hasta el número tres de La Caixa, pero abandonó el cuadro de mandos de las Torres Negras, después de que el antiguo presidente, Josep Vilarasau, se inclinara por el actual, Iside Fainé, en la gobernanza de la entidad. Aunque viene de lo más alto, Brufau ha sabido mirar al pasado, como lo demuestra ahora presidiendo Global Lleida, un lobby agroalimentario que aglutina a los grandes operadores de la zona: Borges, Vall Companys, Nufri o Guissona.

Es oriundo del Pla de l’Urgell, la comarca de los Brufau-Román-Robinad, etcétera, tronco común de buenas cosechas, como la de su propio hermano, Manuel Brufau, director general de Indra. Antes de ser el petrolero español por antonomasia, presidió la holding de participadas de La Caixa y su joya de la corona, Gas Natural. Después, se proyectó a la presidencia de Repsol. Cuando él llegó a la planta noble de la sede de Castellana, Repsol ya había adquirido el 51% de YPF.

Brufau que siempre vio aquella compra (efectuada por su antecesor, Alfonso Cortina) como una futura complicación, decidió hacer viable el monstruo argentino, una dragón de mil cabezas insertadas en la gangrena interior del Cono Sur, con una importante nómina y un cuadrilla de aviones propios, que llegó a ser superior a la de Aerolíneas Argentinas.

Dicen que la altura del despacho le ha permitido “ver el mundo a sus pies, como afirmaba Marañón respecto a los hombres de ‘párpados caídos”. Los cristales biselados debieron ayudarle a proyectar la gran fusión frustrada en Gas Natural con Endesa, que hubiese situado a España en el mercado eléctrico europeo por delante de los conglomerados alemanes capaces de unir a las grandes distribuidoras de energía primarias y el retail de millones de consumidores.

Brufau se adelantó; su inteligencia es más veloz que la digestión rumiada del public affaire. Se adelantó, pero naufragó, frente a los cuarteles de invierno de la vieja oligarquía conducida entonces por Manuel Pizarro, aragonés universal, anti-catalán de pro y ex presidente de Endesa. Antes de fracasar como número dos vocacional del PP, Pizarro desmontó la fusión de Brufau con la ayuda del bufete Uría-Menéndez y el concurso de Estudio de Comunicación, la firma nudo Oxfort, que preside Lalo Azcona y en la que entonces ejercía de ejecutivo de cuentas, Jesús Ortiz, el padre de Leticia, la Princesa de Asturias.

La expropiación argentina duele; es un órdago parecido al de Aerolíneas Argentinas, que volvió, fané y descangayada, al redil de la patria después de pasar por las manos de Iberia (SEPI) y de la ineficiente Marsans, de Gerardo Díaz-Ferran (expresidente de CEOE) y de Gonzalo Pascual. Pero es mucho más. Es el segundo gran golpe del Justicialismo contra intereses catalano-españoles. El primero lo dio el mismo Juan Domingo Perón en los cincuentas al nacionalizar la CHADE, una portentosa compañía eléctrica que había sido fundada por Francesc Cambó, después de la Guerra Civil española, acompañado de un núcleo de inversores alemanes de origen incierto (algunos expertos vieron ahí dinero oculto de los partidarios de Hitler refugiados en el Cono Sur).

La CHADE, analizada por el historiador Pancho Borja de Riquer (en su libro L’últim Cambó), se extinguió, pero los recursos de su expropiación aparecieron en las cuentas de algunos de los fundadores de la Banca Catalana (según una versión publicada y jamás contrastada), forjada por Florenci Pujol y su hijo, el President Jordi Pujol i Soley.

Borges escribió que el tango es un “pensamiento triste que se baila”, pero se olvidó de decir que el peronismo habla exclusivamente lunfardo, cuando se trata de España; prefiere el dialecto porteño que sublimó Roberto Arlt en sus Aguafuertes matinales del Clarín. Pero, por lo visto, cuando se trata del idioma inglés, el mundo alambicado del estuario de la Plata se mece al compás del genitivo sajón, como aquel Pierre Menard inventor de El Quijote, y seguramente como el actual viceministro, Axel Kicillof, que espera ya la entrada en la nueva YPF de la multinacional norteamericana Exxon. El colonialismo tiene precio. Alguien dirá algún día que la nacionalización de YPF es lo más gordo que ha pasado después del hundimiento del Maine en la Habana.

A Brufau le ha sido imposible convencer a la Kishrner de que la Argentina de Repsol sería muy pronto un país autoabastecido de crudo. La Doña, experta en desaires y cócteles de croqueta gorda, practica la displicencia heredada de Evita Perón, la gran madre del diván psicoanalítico. ¿Cómo convencerla? ¿Cómo explicarle que nosotros somos sus mejores socios? No ha podido ser. Claro que tampoco Brufau tiene el encanto de aquellos hombres de negocios, como Jaume Castell (el fundador del Banco de Madrid, que llegó a presidir el conde de Argillo, padre del marqués de Villaverde, levantado sobre la antigua ficha de la Banca Suñer de Ripoll) o artistas de cine, como Alberto Closas, que vivieron, en el Buenos Aires de los sesentas, la segunda primavera de la viuda de Perón.

Para hacerse amigo de Evita, Castell se acercó a sus adláteres, Jorge Antonio y López Rega. A Brufau, en cambio, no se le conocen escarceos ni devaneos. Nunca tuvo querencia hacia la mordida, ni es un hombre de copa fácil. Es un ejecutivo moderno, cuyo destino se vincula a los mercados y pende exclusivamente de su cuenta de resultados. A pesar del quebranto, la nueva Repsol puede haberse sacado el polvo del camino. El portazo de Brufau en el Palacio Rosado ha tronado en los oídos de la Doña con esta declaración: “La vida es muy larga; volveremos a encontrarnos”.

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