Brasil y la delación del fin del mundo
La coletilla de o mais grande es consustancial a la brasilidade, la manera con que los brasileños describen su excepcionalismo. Pero esa hipérbole, generalmente amable, oculta cierta altanería y la convicción de ser la potencia hegemónica de América Latina. Hoy Brasil es la zona cero de una monumental trama de corrupción político-empresarial que ha puesto precio a la cabeza del ex presidente de un país, amenaza a varios más y obliga a una profunda catarsis para recuperar la credibilidad internacional.
La multa de 3.500 millones de dólares impuesta por un tribunal de Nueva York al grupo de construcción e infraestructuras Odebrecht y su filial química Braskem, es la mayor de la historia: 788 millones de dólares por más de una década de sobornos, en connivencia con el gigante paraestatal Petrobras. Las dimensiones de la trama rebasan las fronteras brasileras y se han convertido en una pandemia continental.
Primero, provocaron el simbólico arresto de Luiz Inàcio Lula da Silva; luego aceleraron la caída de su sucesora, Dilma Rousseff. Ahora, Perú ofrece 30.000 dólares de recompensa por el ex presidente Alejandro Toledo, buscado por aceptar una coima (soborno) de 20 millones de dólares, e investiga a Ollanta Humala y a su ex primera dama, Nadine Heredia. En Colombia, donde ya se ha encarcelado a un ministro de Álvaro Uribe, nuevas acusaciones apuntan que el partido del actual presidente, Juan Manuel Santos, también recibió parte de los millones que repartió Odebrecht.
El caso se extiende como un virus maligno por «las venas abiertas de América Latina» de las que escribió Eduardo Galeano. La semana pasada, la policía entró de nuevo en el bufete Mossack-Fonseca –famoso por los Papeles de Panamá—buscando pruebas sobre actividades de la constructora. Ramón Fonseca contraatacó diciendo que el presidente panameño, Juan Carlos Varela, recibió dinero de Odebrecht en 2014. Y en Argentina, lejos de limitarse al kichnerato, nuevas revelaciones acusan a un amigo del presidente Mauricio Macri de recibir coimas.
Odebrecht utilizaba su Departamento de Operaciones Estructuradas para efectuar el desvío de grandes sumas sin disparar alarmas. Según la Fiscalía de Nueva York, era una auténtico «Departamento Central de Sobornos«. Cancillerías y sedes corporativas de todo el continente temen nuevos brotes de la pandemia, frente a la que nadie es inmune.
Esa es la gran diferencia con otros episodios de corrupción, una realidad cotidiana en prácticamente toda la región. La omertá habitual no parece funcionar. Los datos que maneja la justicia de Brasil los tiene también Estados Unidos y Suiza. Los tres países han cercado a Odebrecht y a Petrobras mediante una secuencia de delaciones que está lejos de agotarse.
La operación Lava Jato (Auto-Lavado) –llamada así porque usó como tapadera numerosos centros de limpieza de automóviles— retrata la extensión y profundidad de la corrupción política y empresarial en Brasil. Desde que se inició en 2014, ha contaminado a la mayoría de las instituciones del Estado en todos sus niveles y a 25 partidos; ha enviado a la cárcel a cientos de políticos, funcionarios y empresarios e implicado a miles más; ha ayudado a derribar a Dilma Rousseff, puede hacer lo propio con su sucesor, Michel Temer y compromete no solo a Lula da Silva sino posiblemente a presidentes anteriores.
El día que Marcelo Odebrecht, presidente del grupo, fue condenado a 19 años de prisión, Brasil comprendió que una secular norma tácita había sido derogada: la impunidad. Si el símbolo de la oligarquía dejó de ser intocable –se preguntó el establishment— ¿que será del resto de los que hasta ahora han mezclado política y dinero para manejar el país?
No solo es hipérbole; es miedo. Un anexo al acuerdo legal de Nueva York obliga a 77 directivos de Odebrecht y Petrobras a colaborar indefinidamente con la justicia. La prensa lo ha bautizado como «a lista do fím do mundo». Salvo los jueces y policías que impulsan el caso, nadie sabe quién acabará implicado. Pero el mote apocalíptico da idea de lo que se espera.
El accidente de avioneta que hace un mes costó la vida al magistrado del Tribunal Supremo Teori Zavascki, elevó los rumores sobre el alcance de la trama. El Tribunal que preside Cármen Lúcia se ha ganado el respeto popular –y la animadversión de los poderes fácticos— por la independencia e integridad de la investigación. El nombramiento de Edson Fachín, un juez más técnico que político, para sustituir al fallecido augura que habrá futuras detenciones.
Antaño, América Latina se dividía entre dictaduras militares y civiles que se alternaban, separadas por ocasionales interludios democráticos. Ahora existe una nueva polaridad: de un lado, los gobiernos neoliberales inspirados en el Consenso de Washington, y de otro, las diferentes variantes de izquierda, desde los pragmáticos e institucionales de Brasil y Chile; la reinterpretación del peronismo de los Kirchner; el nativismo de Bolivia y Ecuador, la cuasi-dictadura a la bolivariana de Venezuela. Y, por supuesto, la proto-revolucionaria Cuba.
Ambos polos tienen intereses comerciales y económicos diversos y no siempre compatibles. Para unos, Estados Unidos es el imperio expoliador al que hay que hacer frente; para otros, es un socio inevitable con quien conviene entenderse. Diferentes organizaciones y bloques como Mercosur, CELAC, ALBA y la Alianza del Pacífico llevan décadas intentando articular una integración de geometría variable que funcione. Pero otra organización ha conseguido notables resultados con una aproximación diferente al multilateralismo continental.
Se trata del Foro de Sao Paulo, que reúne a 108 fuerzas izquierdistas de 26 países en «la lucha contra el neoliberalismo». Fue creado a instancias del Partido de los Trabajadores brasileño de Lula da Silva y Dilma Roussef en 1990. Cuando se fundó, el único miembro que estaba en el poder era el Partido Comunista de Cuba. Desde entonces, 11 de sus miembros han ejercido o ejercen la presidencia de sus respectivos países.
Analistas y académicos llevan años señalando que durante las presidencias de Lula y Rousseff (2003 a 2016), el papel de Brasil respecto de sus socios del Foro no se circunscribió a la solidaridad y el apoyo diplomático de Itamaraty, sede de su reputado servicio exterior. A través de la financiación del Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social, dependiente del Ministerio de Comercio Exterior, Brasil aseguró la participación de sus empresas –frecuentemente Odebrecht— en grandes proyectos y obras en todo el continente, particularmente en países gobernados por políticos afines que ahora empiezan a cuestionarse.
«Brasil quería decidir el destino de toda Sudamérica», dice Roberto Abusada Salah, economista y ex viceministro peruano, que describe la acción de los dos últimos mandatarios brasileños como una tarea continuada para apoyar la llegada y permanencia en el poder de sus aliados del Foro de Sao Paulo. Las conexiones con el caso Odebrecht darían credibilidad, de probarse, que el gigante de la construcción, así como otras empresas del caso Petrobras, fueron utilizadas como un instrumento subrepticio e ilegal para perseguir ese objetivo geoestratégico.
Hace tres años, Marcelo Odebrecht recibía honores comparables a los otorgados a Raúl Castro y Dilma Rousseff durante la inauguración de la gigantesca ampliación del puerto cubano de Mariel, ejecutada en gran parte por su grupo. Esas imágenes se interpretan ahora como un indicio circunstancial pero elocuente de la colusión entre el máximo poder político y el máximo poder económico en la persecución de un designio común.
La única certeza actual en Brasil es que el caso Odebrecht-Petrobras aún no ha estallado con toda su cataclísmica potencia. Cuando lo haga –si lo hace—las réplicas en todo el continente pueden ser devastadoras. Muito mais grandes que cualquier revolución.