Bobos con piel de oveja
El trueque de pieles de oveja sigue siendo la única manera que algunos tienen de ganarse la vida en política, lo de menos es que sean de churra, de merina o transgénica
En el antiguo emblema del venerable think-tank inglés Sociedad Fabiana, de la que surgió el Partido Laborista británico, figuraba un lobo disfrazado de oveja, con el que se alegorizaba el proceder del general romano Quinto Fabio Máximo, que tenía por mote el postergador, debido a su costumbre de proceder sin prisas, pero sin pausas, en los asuntos de su negociado castrense. La idea central de los fabianos ingleses era por lo tanto no asustar a niños y viejas con bolcheviques de opereta, sino hacer uso de “tontos útiles” y “compañeros de viaje” -a menudo, ser lo uno llevaba a ser lo otro, y viceversa- para ir haciendo la “revolución pendiente”, como quien hierve una rana al baño maría.
Aunque hace tiempo que la Sociedad Fabiana dio sepultura al lobo y a su ovino pellejo, los métodos de la decana de los think-tanks siguieron gozando de tan buena salud, que han llegado hasta nuestros días, habiendo desparramado en el camino las simientes de una sofistería que aún perdura entre nosotros, elevada ya en algunos círculos a la categoría de verdad recibida. La principal diferencia entre los selectivos apologistas de antes y los de ahora está en la propia naturaleza de la época tecno-comunicativa en la que nos ha tocado vivir, en la que prima la cantidad sobre la calidad.
Así, de la misma manera en que de la era digital no han surgido mejores pintores, escritores o músicos, sino que se ha hecho más fácil difundir en masa kitsch de usar y tirar, los nuevos líderes de opinión no tienen el incentivo que tenían sus predecesores de ser talentosos para ocupar un espacio intelectual. Les basta con copiar y pegar las viejas doxas de la era analógica, cambiando sustancia por la resonancia.
El resultado, en el mejor de los casos, es un collage de lemas y axiomas, en el que igual cabe la apología del terror rojo de Jean-Paul Sartre, “cualesquiera sean sus crímenes, a la URSS sólo está permitido juzgarla aceptando sus propósitos y en nombre de éstos” y su “sano principio de la violencia revolucionaria»; «los revolucionarios de 1973 probablemente no han matado lo suficiente», que los coqueteos del también francés Michael Foucault con la revolución de los ayatolás, en la que, lejos de ver una tragedia, percibía una oportunidad para la “espiritualización de la política”, que habría de servir de cuña para quebrar los valores de la Ilustración occidental, gracias a que la teocracia islámica ejemplificaba ”un modo de relaciones sociales, una organización elemental flexible y ampliamente aceptada, una manera de estar juntos, un modo de hablar y de escuchar, algo que permite hacerse escuchar por los otros y querer con ellos, al mismo tiempo que ellos”, de una fuerza tal, que abriría a cajas destempladas las puertas de las cárceles y los manicomios con los que Occidente ejercía, ora el poder disciplinario, ora el poder psiquiátrico.
Los nuevos líderes de opinión no tienen el incentivo que tenían sus predecesores de ser talentosos para ocupar un espacio intelectual. Les basta con copiar y pegar
Se encuentran así Sartre y Foucault, como buenos casuístas que fueron, compartiendo el “cuando el fin es lícito, también los medios son lícitos” del jesuita alemán Hermann Busenbaum, en el que quizás también encontró Pablo Iglesias la inspiración espiritual que le condujo a tener programa propio en un canal de la radiotelevisión pública del Gobierno iraní.
Decía el filósofo español Jorge Santayana que “aquellos que no pueden recordar el pasado, están condenados a repetirlo”. El problema en nuestro tiempo es que el mundo se ha hecho tan complejo que abundan quienes siendo incapaces de aprehender el futuro, se obstinan en no recordar el pasado, para condenarnos a repetir los mismos experimentos fallidos, seguros de que esta vez funcionará. Aunque incluso Einstein nos advirtió de lo memo que es hacer lo mismo una vez tras otra y esperar resultados diferentes, el trueque de pieles de oveja sigue siendo la única manera que algunos tienen de ganarse la vida en política. Lo de menos es que sean de churra, de merina o transgénica; al fin y al cabo, todo lo que importa es que le permita al bobo cubrirse interseccionalmente con el vellocino, para taparse la estulticia y poder seguir recitando de oídas sofismas a lo Sartre y Foucault.