¡Basta ya de demonizar al adversario!
Pureza. Yo no he sido. Yo nunca lo haré. ¿Acuerdos con éstos? En la vida. La política española está bloqueada desde las elecciones del 20 de diciembre. Y ahora, tras una pequeña grieta, la que se ha abierto tras las votaciones en el Congreso para elegir a los miembros de la Mesa, son los nuevos partidos –curioso– los que claman al cielo porque el PP ha llegado a acuerdos con Convergència y el PNV. Y éstos, a su vez, insisten en negarlo, para no confundir a sus parroquias. Es el mundo al revés.
Es la negación del pacto lo que debería castigarse con dureza. Un político que acaba de llegar, Xavier Domènech, de En Comú Podem, la marca de Podemos en Cataluña, critica a Convergència por «venderse por un plato de lentejas» con ese acuerdo con el PP que le facilita lograr el grupo propio en el Congreso. Y Albert Rivera y José Manuel Villegas, el núcleo de dirección de Ciudadanos, se ponen estupendos y amenazan al PP con cambiar el sentido del voto en la investidura de Rajoy y pasar de la abstención al voto negativo. «No se puede pactar con los que quieren romper España», aseguran.
Pero ha sido Convergència la que ha permitido un acuerdo que beneficia a Ciudadanos, al lograr la vicepresidencia primera del Congreso. Para el PP es un logro, porque ofrece una imagen que rompe su aislamiento. El PP ya no está solo. Es capaz de llegar a acuerdos, con Ciudadanos, con Convergència y con el PNV. Y los nacionalistas consiguen el objetivo de tener grupos propios, en el Congreso y en el Senado, respectivamente. ¿No es eso la política?
Pero hay otra cuestión de fondo. El PP no ha entendido en los últimos años que la decisión de Convergència –que ha costado mucho, tanto como la desestabilización de todo el mapa político catalán– obedecía a la falta de diálogo con el Gobierno. Convergència pedía a gritos una respuesta para poder bajarse del burro. Pero no llegó.
Artur Mas se equivocó, sí, al iniciar un proceso soberanista de forma muy precipitada. Y un Gobierno responsable no puede hacer otra cosa que oponerse. Pero el Ejecutivo de Mariano Rajoy no fue sensible a una cuestión muy espinosa: la caída de ingresos de la Generalitat –como en otras comunidades– fue terrible en los años crudos de la crisis. Y sabiendo que es el principal motor económico de España, el PP pudo haber negociado con más acierto los objetivos de déficit.
Todo eso es ahora agua pasada. Los errores y las responsabilidades se podrán repartir o no. Pero las cosas siempre se pueden rectificar. Lo debe hacer Convergència, o el nuevo partido que se ha constituido, Partit Democràta Català. Pero también el resto de fuerzas políticas.
Si Convergència da un paso –y la votación en el Congreso lo es, aunque sea por intereses propios– lo que no pueden hacer ni Ciudadanos ni Podemos es demonizar ese cambio.
Una de las grandes aportaciones de Convergència –tal vez la mayor– es su papel en la política española. Con todos sus errores, con todas sus sombras, Convergència, en su formato CiU, y también el PNV han construido España desde la transición. Han permitido, por ejemplo, que España no cayera en el precipicio cuando Bruselas ordenó a Rodríguez Zapatero a reorientar por completo su política económica en mayo de 2010. CiU se abstuvo, y permitió que el PSOE sacara adelante aquellas reformas. El PP, en cambio, no quiso, porque ya se veía en la Moncloa.
Entonces, ¿a qué jugamos? No se puede demonizar al adversario. Hay que pactar con él, y buscar los puntos de encuentro. Así se construye un país.