Barcelona, ¿una ciudad ‘business hater’?
Decadencia y desilusión se han convertido en las dos palabras más usadas para hablar de Barcelona, por la pérdida de relevancia y por la esperanza perdida
Dos de las palabras más utilizadas estos últimos años a la hora de hablar de Barcelona son decadencia y desilusión. Si nos ceñimos a su significado, “decadencia” hace referencia a la pérdida progresiva de la fuerza, intensidad, importancia o perfección de una cosa o una persona; mientras que “desilusión” alude a la pérdida de la esperanza, especialmente de conseguir una cosa que se desea, o de la ilusión al saber que algo o alguien no es como se creía. A mi juicio, encajan a la perfección con lo que vivimos en Barcelona. Trataré de explicarlo.
Garantizar un marco estable en el que desarrollar la actividad económica, el que debería ser el primer mandamiento de los gobernantes en su relación con la actividad económica, antes incluso que impulsar cualquier medida, no está asegurado en Barcelona. Y no lo está por la acción de diferentes niveles de gobierno.
El impacto de la pandemia ha sido mayor en Barcelona que en muchas otras ciudades europeas o españolas
Por un lado, el Govern de la Generalitat incumplió deliberadamente las leyes y atacó el ordenamiento jurídico, provocando la huida de empresas y extendiendo el temor entre miles de ciudadanos que trasladaron sus depósitos fuera de Cataluña. Estos depósitos ascendieron a más de 30.000 millones de euros, el equivalente al presupuesto anual de la Generalitat. Hoy dicen que lo volverán a hacer.
Por otro lado, desde el Ayuntamiento de Barcelona se han generalizado comportamientos que podríamos denominar business hater. Existiendo multitud de ciudades con mayor seguridad jurídica, más facilidades burocráticas y mejor acogida de la inversión, aparecen pocos motivos para pensar en Barcelona como ciudad económicamente atractiva.
Además, los datos no acompañan. Si nos fijamos en el período comprendido entre 1990 y 2020, los últimos 30 años, uno de los indicadores de mayor impacto en la actividad económica como es el crecimiento de la población de una ciudad, prácticamente se mantiene estable en Barcelona, con un aumento de 22.988 habitantes, mientras que en Madrid crece notablemente, con 324.238 nuevos habitantes, catorce veces más.
Si nos fijamos en la estructura productiva de Barcelona, el peso del sector servicios no ha dejado de aumentar su peso relativo en el PIB de la ciudad, pasando del 84,8% en 2010 a un 89,3% en 2019. Mientras que, para el mismo período, la industria ha caído del 7,7% al 6,5%.
Es decir, tenemos una ciudad menos robusta que en 2010 para hacer frente a shocks económicos. Estos datos no impidieron que la teniente de alcalde Janet Sanz, durante el primer estado de alarma, pidiera “aprovechar” la paralización de la actividad en el sector de la automoción para “evitar que se reactivase” el sector, que da trabajo a más de 143.000 personas en Cataluña.
Existen multitud de ciudades con mayor seguridad jurídica, más facilidades burocráticas y mejor acogida de la inversión
El impacto de la pandemia ha sido mayor en Barcelona que en muchas otras ciudades europeas o españolas. La tasa de paro ha crecido más en la ciudad de lo que lo ha hecho en el conjunto de Cataluña o España. Se ha acelerado la destrucción de empleo. Durante los meses de enero y febrero de este año se registraron cerca de 100.000 parados, lo que equivale a un aumento del 36% respecto al mismo período de 2020, los últimos meses antes del estado de alarma.
A este aumento de la población desocupada hay que sumar la pérdida acumulada de poder adquisitivo de los barceloneses. Durante el período 2010-2020 el salario medio de la ciudad pasó de 28.444€ a 31.076€ -un incremento del 9,2%-, mientras que para ese mismo período el IPC acumulado fue del 13,9%.
Es decir, que la capacidad de consumo y el poder adquisitivo de los ciudadanos se han visto reducidos notablemente. En la actual coyuntura de crisis económica este hecho cobra especial relevancia, ya que limita la acción de la demanda interna a la hora de reactivar el consumo y la actividad económica. Una vez más, la salida de una crisis –o como mínimo paliar sus efectos- dependerá de la demanda exterior.
Otros elementos a tener en cuenta, y que pueden ayudar a entender aún más el paisaje económico de la ciudad, son la reducción del número de constitución de empresas, pasando de las más de 10.000 en 2006 a poco más de 7.000 en 2019, o la caída del turismo, que ha supuesto una reducción del número de pernoctaciones en un 90% entre el mes de abril de 2021 y el de 2019, con cerca del 70% de establecimientos cerrados y sólo el 50% con perspectivas de apertura para este verano.
Estos son sólo algunos de los datos que, muy a mi pesar, me llevan a encajar Barcelona en las definiciones de decadencia y desilusión. Decadencia por la pérdida progresiva de fuerza y relevancia social, económica, política y cultural de la ciudad; y desilusión, por la pérdida de la esperanza, al constatar que Barcelona ya no es como fue y, muy difícilmente, lo volverá a ser. Es triste, pero es así. Asumirlo es el primer paso para tener alguna opción de revertir esta situación.