Barcelona, città chiusa
Escribo estas líneas desde Roma y no puedo menos que pensar en el título «Roma città aperta«, el espléndido film de Rossellini del año 1946. Aunque no tiene nada que ver con el argumento de la película, pienso en este título por contraste con esta Barcelona gobernada, setenta años después, por gentes que se empeñan en cerrarla sobre sí misma.
Pese a que se trata del momento más flojo de la temporada baja, Roma está ahora llena de turistas internacionales y también de turistas italianos. En esto último reside una de las diferencias importantes con Barcelona: el turismo español recibido en la capital catalana es escaso.
Descontando a los procedentes del resto de Cataluña, Baleares y Aragón, la presencia de visitantes españoles en la ciudad es muy limitada. El español, con su proverbialmente escaso bagaje de idiomas extranjeros, viaja muy poco por el mundo. Pero tampoco se mueve mucho dentro de la Península.
La segunda diferencia sustancial está en el conjunto de la planta hotelera. La de Barcelona es, sin duda, más moderna en promedio, entre otras cosas porque el fenómeno turístico ha alcanzado grandes dimensiones sólo desde hace unos años. Pero es también bastante más pequeña que la romana. En otras palabras, queda mucho margen para crecer.
Una tercera diferencia muy notable radica en los atractivos de cada una de las dos ciudades. Roma es pura historia y muchos de sus monumentos son únicos en el orbe. No hay Museos Vaticanos, Panteón, Capilla Sixtina, Coliseo o Fori Romani en ningún otro lugar del planeta.
Cualquier persona culta no dejará de visitarla en algún momento de su vida. Soy un enamorado de Barcelona, mi ciudad natal, pero no puedo negar que hay murallas romanas y medievales o catedrales e iglesias góticas en muchas otras ciudades europeas.
Barcelona, en efecto, no posee nada extraordinario salvo, quizá, los edificios del gran Antoni Gaudí –singularmente esa obra maestra que es la Sagrada Familia y que muchos arquitectos locales, para asombro de propios y extraños, se empeñan en desmerecer– y grandes piezas de la arquitectura modernista como el Palau de la Música o el Hospital de Sant Pau.
Otra diferencia sobresaliente entre Roma y Barcelona, respecto al turismo, es la enorme capacidad de atracción de viajeros en la primera de ellas por causa de su condición de capital del Estado italiano y por razón de su carácter de sede de algunas grandes organizaciones internacionales, como la FAO.
Las visitas motivadas por la necesidad de efectuar gestiones en los organismos de la Administración central y en diversas instituciones internacionales –como en el caso de Madrid, Viena, París o Londres– forman una de las columnas principales de su movimiento turístico. Barcelona carece casi absolutamente de estos importantes factores de atracción. No es capital, ni sede de nada con un poco de entidad.
De esta condición se desprende algo bastante evidente: Barcelona es una de las pocas ciudades turísticas del mundo que no le debe gran cosa a las Administraciones Públicas. Su transformación en un gran foco de interés a nivel mundial no se debe a los gobernantes –de ahora o de cualquier tiempo pasado– sino a muchas iniciativas de emprendedores y de instituciones privadas o semiprivadas.
Los gobiernos ni están, ni se les espera. Si algo hacen es entorpecer y desalentar a quienes apuestan por la ciudad, como ha puesto de manifiesto la desgraciada decisión de la señora Colau prohibiendo la ampliación y renovación del sistema hotelero.
Pero lo que más sorprende al comparar Barcelona con Roma o cualquier otra de las grandes ciudades del mundo, como Nueva York, Bangkok, Singapur o cualquier otra, es el espíritu provinciano, localista y pueblerino –se diría, incluso, que directamente palurdo– de nuestras autoridades locales, de buena parte de nuestros medios de comunicación y de muchos de nuestros opinadores oficiales, que antes eran conocidos como charlatanes profesionales. Me refiero a esos que monopolizan tribunas de opinión, tertulias televisivas e invitaciones de toda clase para soltar sus ocurrencias.
Lo que distingue a esa tan entrañable caterva de críticos del fenómeno turístico es su afán de convertir Barcelona en una «città chiusa«, en una ciudad cerrada. Es un verdadero «salto atrás». La llegada de extranjeros les parece una especie de invasión de los bárbaros. Contra la globalización, proponen la represión y la clausura como en los conventos de monjas.
Figura que son de izquierdas, pero quieren restringir la llegada de jóvenes extranjeros y de otros visitantes de poco nivel económico. Algo que recuerda al viejo Le Pen en Francia. Con sus peregrinas prédicas de un «turismo de calidad», no descarto que lleguen a exigir que los visitantes muestren a su llegada, junto a su documento de identidad, la declaración del impuesto sobre la renta de las personas físicas.
También abominan, como de la peste, de la presencia de los líderes internacionales y de altos cargos de otros países. El desarrollo de la industria turística –algo consustancial a toda gran ciudad y perfectamente imprescindible- les produce vértigo. ¿Conocen ustedes un despropósito semejante en alguna otra de las grandes ciudades del mundo?