Barcelona capital
Se acaba de publicar un nuevo indicador de posición de ciudades del mundo. El de Reputation Institute sitúa Barcelona en la sexta posición por detrás de Sidney, Melbourne, Estocolmo, Viena y Vancouver. Y por delante de Edimburgo, Ginebra, Copenhague y Venecia.
Otros rankings publicados antes también dan prestigio a la ciudad: la posición decimocuarta de las ciudades start-up (European Digital City Index), la número doce en captación de inversiones (KPMG), la octava en atractivo (EY), la sexta más conocida (The Guardian), la cuarta más smart de Europa (Fasto Company) y la primera en calidad de vida para sus empleados (Cushman-Wakefield) y la que tiene más delegados que asisten a congresos (ICCA).
Por más que algunos de la opinión publica, de la derecha y del españolismo, alerten de la pérdida de posiciones de la ciudad por la deriva independentista de Mas, o por Colau, la realidad es muy terca.
Barcelona sigue y seguirá ganando rankings porque tiene, estructuralmente, las fuerzas internas y la situación geoestratégica única para que así sea. Aunque le pese a los que en realidad trabajan para hacer cumplir sus profecías apocalípticas.
En este momento de globalización, los estados como España son demasiado grandes para gestionar los problemas cotidianos y demasiado pequeños para abordar los problemas globales. Cuando los poderes económicos mundiales parecen imponerse a la política de los estados y de sus agrupaciones, sólo las ciudades aparecen como un espacio donde experimentar nuevas formas económicas alternativas, donde poner las bases de una democracia participativa.
Pero, donde la gran ciudad se ha formado gracias a la concentración de poder estatal, muchas veces con episodios históricos de violencia, esta capacidad creativa cae en picado. Mientras las ciudades periféricas a los poderes centralizados son auténticos laboratorios de la nueva sociedad.
Hay pocas ciudades en la Europa del Atlántico que comparten a la vez una dimensión grande, superior al millón de habitantes, y una posición periférica y, por lo tanto creativa, en relación al Estado dominante. Barcelona es una de ellas. Las otras: Milán, Turín, Glasgow, Kazán y Ufá.
Fíjense cómo en todos los casos, y con variantes, muchoa alejadas ideológicamente, són ciudades desde donde se lideran los movimientos de respuesta al modelo de Estado con más potencial de desestabilización: Cataluña, Escocia, Padania o el Tartaristán. Y a la vez, de creatividad de sociedades nuevas y, incluso, de otra Europa.
Algunos teóricos están avalando este papel de las ciudades. Algunos políticos ya hablan de devoluciones revolucionarias de poderes a las ciudades. Un político como Maragall lo intuyó ya en los años 90, pero cometió un error. La obsesión antipujolista le hizo plantear el papel de Barcelona como el de una ciudad hanseática, de espaldas a Cataluña. Error que fue rectificado con creces en su etapa como Presidente de la Generalitat, donde pudo comprobar que teníamos una ciudad-nación que había que transformarla en una ciudad-Estado, si no se querían perder todas las potencialidades que tenía. Y que una enfermiza competencia de Madrid –una ciudad sin nación compacta–, abonada por los aparatos centralistas querían minimizarla.
Que se lo cojan con tranquilidad los profetas del autoodio en Barcelona/Cataluña. Puede ser que con Colau, y algún apoyo republicano, Barcelona, sin abandonar ninguno de los rankings anteriores, aparezca en alguno nuevo en los primeros lugares por su economía del Tercer sector, cooperativismo, alimentación km0, economía del bien común…..
Les aseguro que si la CUP de estos días no nos agota y acabamos teniendo un Gobierno hacia la República, la excelencia de Barcelona/Cataluña se disparará, tanto en los rankings que pueden gustar a Xavier Sala-Martín, como los que pueden gustar a Teresa Forcades.