Bach en Semana Santa

Aprovecho el paréntesis de Semana Santa para dejar a un lado la política y escribir sobre algo personal, íntimo, un recuerdo que me asalta todos los años por Semana Santa. Hay cosas que no se olvidan jamás.

Mis padres, que eran gente de un talante liberal en un contexto que no lo era, pero que tenían un gusto exquisito y melómano, por Semana Santa escuchaban La Pasión según San Mateo con un ritual muy estudiado.

Hasta la muerte de mi madre en 1972, pasábamos la Semana Santa en la casa de veraneo que los padrinos Agustí Millet y Maria Teresa Tolosa –que lo fueron de todos los hermanos aunque en realidad cada uno sólo lo era de uno– cedió a mis padres cuando nació el hermano que me precede, el ahijado por excelencia.

Recuerdo aquella pequeña casa del Maresme con amor, del mismo modo que recuerdo los acordes –matizados por el refrito del vinilo– de La Pasión de J.S Bach. El eco de la sonrisa de mi madre retumba en mis oídos.

Según cuentan los expertos, el 11 de abril de 1727, Viernes Santo, se estrenó la primera versión de La Pasión según San Mateo de J.S. Bach. Esa primera versión no convenció al público de Leipzig y dos años después, el Viernes Santo de 1729, volvió a ejecutar la misma Pasión según San Mateo ampliamente reformada, la cual obtuvo, ahora sí, una mejor recepción por parte de los oyentes.

Desde que tengo consciencia, mi familia y sus allegados se constituyeron en un entregado auditorio para un Bach enlatado y año tras año le tuvieron la misma devoción que simultáneamente tenían a los clandestinos recitales de poesía catalana que organizaba mi padre en nuestra casa de Barcelona.

Ningún llamado cultural posterior me ha causado el mismo impacto. Sospecho que mi paladar poético y musical se refinó en esa época oyendo los conciertos de Bach, Mozart o Chopin y las voces de Salvador Espriu y Pere Quart recitando sus versos.

La Pasión según San Mateo es una obra extensísima y el ritual que seguían mis padres consistía en trocear los movimientos entre los dos días, Viernes y Sábado, coincidiendo con lo que explica el Evangelio. Picander, el letrista de esta magnífica obra, dividió La Pasión en una serie de escenas como si se tratara de una ópera, tres la primera parte y cinco la segunda, desarrolladas musicalmente en 78 movimientos.

Los movimientos del 1 al 35 cuentan cómo Jesús fue ungido en Betania, la última cena y la noche en el Monte de los Olivos. El resto de los movimientos, hasta el 76, se centran en el falso testimonio, Jesús ante Caifás y Pilatos, la entrega y flagelación, la crucifixión y el entierro. Los dos últimos movimientos son una reflexión conclusiva sobre el descanso eterno de Jesús. Bach y su Pasión trascendía lo espiritual.

A veces este ritual iba acompañado de la escenificación de lo que estábamos escuchando en un teatrillo bellamente confeccionado por mi tío Lluís Victori, el cuñado de mi madre, un pintor adscrito a la escuela paisajística olotina de los Vayreda, cuya singularidad era ser daltónico y pintar con colores mucho más apagados que los de los pintores de la Garrotxa. Decorados, luces, personajes. Lo pintaba todo con precisión de contable, que es lo que había sido en su tiempo, hasta que dejó el Banco Garriga-Nogués.

Ustedes van a pensar que provengo de una familia burguesa de Barcelona. Ni lo sueñen. Mi padre fue el primer universitario de una familia oriunda de Balaguer y de Vic, por parte de mi abuelo, y de Sant Pere Pescador y L’Armentera por parte de mi abuela. Mi madre nació en el barcelonés barrio de Gràcia en el seno de una familia pobre con raíces en Molins de Rei.

Pero mi padre y mi madre fueron personas que querían aprender y progresar. Lucharon para dejar atrás la miseria. Con el tiempo, mi padre fue introduciéndose en el mundo del antifranquismo, primero cultural y después político, gracias, precisamente, a ese tío mío artista, catalanista de pies a cabeza, próximo a los ambientes de lo que había sido Acción Catalana, pero que durante la dictadura nunca se metió en política.

Mi tío, cuyo padre había sido acomodador del Palau de la Música, y el padrino Agustí, corredor de algodón en uno de esos despachos de la parte baja del barrio de Sant Pere, fueron esos lazarillos que siempre vienen bien para encontrar el camino cuando andas perdido.

El antifranquismo de mi padre comportó un cambio en el círculo de amistades y, también, en sus gustos. Lo contó él mismo en sus memorias, El compromís de viure (Columna, 1999), y no lo voy a repetir. Para mí ese mundo se acabó el 3 de julio de 1972, cuando murió inesperadamente mi madre y ese estilo de vida se vino abajo por falta de entendimiento entre los cinco hombres (cuatro hermanos y mi padre) que nos quedamos huérfanos.

Después viví años de reconstrucción con la ayuda de amigos y el deleite de lo vivido. Cuando se ha gastado el primer ímpetu empieza la relajación. Además, la música y la literatura me salvaron del odio.

Desde entonces sólo en contadas ocasiones he vuelto a escuchar La Pasión según San Mateo de J.S. Bach bajo la batuta de Hermann Scherchen (1891-1966), con el tenor Hugues Cuénod (1902-2010) en el papel de Evangelista y el bajo Heinz Rehfuss (1917-1988) en el de Jesús.

Sé que uno de mis hermanos aún conserva el teatrillo del tío Lluís y el viejo estuche con los vinilos. Creo que este año, cumplidos los 57, ya va siendo hora de recuperar con normalidad al Kantor de Leipzig y ese ameno relato del Evangelista pasado por el tamiz de Picanter. Ya no siento esa punzante tristeza de antaño. Como el pintor Josep Renau, ahora reservo la nostalgia para el futuro y digo, como escribió mi queridísima Victoria Ocampo, «¡dime qué recuerdas y te diré quién eres!»