¡Ay Carmena, ay Carmena!
Glorieta de Atocha, zona cero de la fuerza tranquila. Allí confluyen las riadas de la plaza Reina Sofía (Podemos) y las de Cuesta Moyano (Ahora Madrid). Es el rugir de la mayoría. «¡Madrid que bien defiendes!», cantaba no hace mucho desde el atril el profesor Juan Carlos Monedero, ayer incrustado entre su gente. Madrid, rompeolas de todas las Españas, metáfora del poder, toma el cielo por asalto con Carmena y Pablo Iglesias de la mano. Es el fin de la arrogancia corrupta del PP con gotas de mantilla y de peineta; el último aliento de Doña Esperanza, encomendada a la hipóstasis del Espíritu Santo.
Muere el bipartidismo con fecha clara de caducidad en noviembre, con las elecciones generales. Es el revés de la Nueva Política al corporativismo rancio y barriosalamanqués de la derecha. También es un toque en la testuz del socialista Pedro Sánchez, dedazo de Gabilondo y Carmona, perdedores avant la lettre. Y significa, además, el fin del nacionalismo como bisagra de la política española; su relevo por Ciudadanos o Podemos, según se incline a lo social el tic tac del cambio. Ciudadanos oficia de cabeza de puente anti-soberanista y promete músculo de ligazón en todo el territorio.
Manuela Carmena no apareció por Costa Moyano hasta terminado el escrutinio. Se pasó la tarde en casa pero, al final, su baño de masas fue digno de un abril del 31 con el Madrid mestizo volcado en la calle.
A las puertas del Palace, los comités electorales de las casas grandes, PP y PSOE, despedían la noche con mohines forzados. En Serrano, el hotel de los toreros, que fue el tresillo de John Dos Pasos y Hemingway en años revueltos, lucía soledades y flores desmayadas sobre las mesitas de mármol violáceo. El vuelco político de Madrid conservador iba acompañado del centelleo que provoca el choque de las luces del centro contra los últimos relieves de Guadarrama.
Manuela recibió las salvas de la victoria, con aires del Jarama (Ay Carmela, ay Carmela). Gana la decencia. Poco antes de las 11 de la noche, en Cuesta Moyano no cabía un alma, mientras en Génova y Ferraz, el silencio era la nota dominante. Esperanza Aguirre se encerraba a cal y canto en su despacho de Génova para sacar la cabeza en el último suspiro; en Ferraz se hizo el silencio de los corderos, al comprobar que el socialismo era ya tercera fuerza política de Madrid y certificar su debacle en España. «Podemos ya es la segunda», tronó Pablo Iglesias. Y la noche de los barrios se convirtió de repente en la embestida de un jabalí.
El dolor de los de abajo consolida este brumario bonapartista. Durante la tarde de la capital, el ambiente maceró las apresuradas aspiraciones de cambio. El PP sacó mayoría de votos en España, pero es una mayoría estéril: pierde cualitativamente Madrid (aunque se salve por uno in extremis), pierde Valencia ciudad, Sevilla se entrega al socialismo y Barcelona vuelve a ser la Rosa de Fuego, con la activista Ada Colau al frente. El PP saca mayoría absoluta en 2.500 ayuntamientos. Victoria pírrica, pretexto territorial sin apenas gloria. La España interior no gobierna, solo hace número.
España ha sancionado la corrupción del PP y la ineficacia del PSOE. Ciudadanos gana presencia en todos los territorios pero no es suficiente. En el bucle melancólico, Bildu se cae del municipio de San Sebastián. Podemos abre un boquete en las instituciones, pero solo es el comienzo. La noche madrileña ha sido de nuevo una algarabía bajo las estrellas. Navegar por Madrid siempre es un rito iniciático. El pasado ya se fue; el futuro no ha llegado, pero está ahí a la vuelta de la esquina, en la España que no aprende, que no asume la corrupción, que ignora la restricción del espacio público, la prepotencia de las finanzas, la atmósfera turbia y grasienta del pasado.