AVANZANDO DESMEMORIADOS HACIA EL FIN DEL CICLO

El escenario global empezó a mostrar en 2018 serios síntomas de agotamiento. No tanto por la desaceleración nominal en el crecimiento, que también (paradigmático el caso de España), sino por cómo se genera ésta cada vez más a expensas de agudizar los desequilibrios macroeconómicos. Si durante la primera década de lo que va de siglo, el crecimiento estuvo estrechamente ligado a los excesos en la deuda privada (y sus consecuencias), ahora es la deuda pública la que ha tomado el relevo.

Las economías crecen, pero son pocas las que lo hacen manteniendo la estabilidad presupuestaria y sin acentuar los desequilibrios macroeconómicos. Es el caso de los Estados Unidos (EEUU) y de muchos países de la Unión Europea (UE). La economía americana, pese a mantener la fortaleza en muchos indicadores, y a su flexibilidad y capacidad de innovación, se ha caracterizado por mantener un ciclo algo frágil y desigual: los salarios reales permanecen casi estancados, los ingresos de las familias no repuntan, al tiempo que el precio de algunos activos preocupa al volverse a disparar impulsado por las políticas de dinero barato, que han mantenido una situación de déficit presupuestario (que ya amenaza con convertirse en crónica).

La situación de la UE es más preocupante. No es únicamente una Europa a dos velocidades, sino una Europa con dos niveles de endeudamiento y solvencia: la del norte, con Alemania a la cabeza, que al menos ha conseguido embridar de nuevo sus finanzas al perímetro del Pacto de Estabilidad y Crecimiento;

y la del sur, con países como España e Italia, también Francia, que acumulan una cada vez más abultada deuda pública y sin ademanes convincentes de corrección.

Las políticas expansivas del Banco Central Europeo (BCE), que tenían el loable objetivo de “comprar tiempo” para hacer las reformas estructurales de las economías de los países miembros de la eurozona más llevaderas, han acabado sirviendo de acicate al gasto mientras la agenda reformista en muchos países se posponía sine die, sacrificada por las prioridades electoralistas de los gobiernos. Los incentivos políticos a corto plazo dominan, y los países miembros se han dejado llevar por la comodidad de políticas de gasto que nos dejan muy expuestos a un cambio en el rumbo económico.

El binomio gasto/deuda no deja de crecer en gran parte de Europa. De nuevo, paradigmático el caso de España: a los presupuestos de Pedro Sánchez lo mejor que le pueden pasar es que no superen el trámite parlamentario y haya que optar por una benéfica prórroga. La FED empezó la reversión de tipos, que situaron al tesoro a diez años por encima del 3% (todavía lejos de una normalización completa pero suficiente para poner contra las cuerdas a Argentina o Turquía).

Este último ciclo expansivo se apoyó, de nuevo, en exceso en un consumo animado por el crédito barato a expensas del ahorro a largo plazo. Como consecuencia lógica de la represión financiera, el ahorro de los españoles vuelve a mínimos, por debajo del 5%, mientras la tasa de paro no baja del 14%.

Mario Draghi anunció que, a partir de 2019, se iniciará un proceso parejo al americano de normalización de la política monetaria.

Se acaban los vientos de cola y está por ver hasta qué punto las economías han aprovechado la bonanza para vigorizarse ante una subida, repentina o no, de tipos, pero sobre todo para afrontar la próxima recesión. La velocidad en la normalización monetaria será más lenta o rápida dependiendo de un escenario geopolítico sujeto a múltiples cambios e incertezas.

En diciembre conocimos que los Estados Unidos parecen atemperar su conflicto comercial con China. Los dos países acumulan desequilibrios macroeconómicos que requieren pocas veleidades en este ámbito y cuya estabilización juega a favor de ambos. Los nuevos acuerdos comerciales de la administración Trump con México y Canadá ayudan a clarificar las relaciones en la cuenca del Pacífico y alejan (de momento) los temores a una guerra comercial abierta.

China también tiene sus problemas: básicamente un endeudamiento creciente que puede condicionar la agenda de sus reformas en el medio y largo plazo, y que la sitúa cada vez más como posible fuente de problemas y no de soluciones –lo fue durante los años más duros de la pasada crisis—. Hoy estamos todos endeudados.

Queda pendiente la reorientación de las relaciones estratégicas entre los Estados Unidos y Europa. Una revisión de la relación bilateral que tampoco deje fuera la dimensión de seguridad y defensa y en donde la UE todavía tiene pendiente cerrar y digerir la traumática salida (efectiva o semi-virtual) del Reino Unido.

Hace unos años, la propia economía era el mayor riesgo. Hoy parece que los principales peligros vengan de la política. El endeudamiento global crece, la agenda reformista se estanca y la gobernanza política se deteriora. Las causas son diversas, pero el factor fundamental es que la capacidad para llegar a grandes acuerdos y consensos que, verdaderamente, solucionen los problemas es cada vez menor.

El ciclo económico se aproxima al final de su etapa de clara expansión (no es aventurarse demasiado dada la madurez de esta fase). Hasta ahora hemos repetido los errores de embarcarnos en reformas únicamente cuando estamos en crisis. Entonces son inevitables y los populismos no tienen la capacidad de frenarlas, pero resultan mucho más traumáticas. ¿Cambiaremos algún día para bien esta pauta de comportamiento?