Autogobierno catalán y Constitución

El 24 de octubre de 1977, Josep Tarradellas tomaba posesión como presidente de la restablecida Generalitat por las aplicaciones prácticas del acuerdo entre la oposición catalana, representada por el Consell de Forces Polítiques de Catalunya, y los hijos del franquismo, con el gobernador civil Salvador Sánchez-Terán a la cabeza, plasmadas en el Real Decreto-ley 41/1977 de 29 de septiembre de aquél año.

El restablecimiento de la Generalitat y el reconocimiento de Josep Tarradellas como su presidente suponía, en primer lugar, un acto singular de la transición, que ni siquiera el Gobierno vasco en el exilio consiguió imitar, en tanto que con él se estableció un vínculo entre la nueva etapa histórica que se abría en España y su pasado republicano.

No existe interpretación posible sobre el sentido de ese decreto. El régimen político de finales de los años setenta, heredero del Estado del 18 de julio, aceptaba como legal una institución abolida por Franco en 1938 y representada por el sucesor de Lluís Companys, el presidente catalán fusilado por los franquistas en 1940. Se puede discutir por qué los franquistas optaron por esa vía, pero no se puede poner en cuestión que en la nueva epata abierta tras la muerte del dictador, la Generalitat, y por lo tanto Cataluña, recibieron un trato singular.

El restablecimiento de la Generalitat abrió el periodo de las preautonomías, que se constituyeron en muchos casos queriendo imitar el modelo catalán. Por tanto, mientras Tarradellas y Sánchez-Terán negociaban la devolución a Cataluña de su institución de autogobierno, otros trabajaban por diluir la fuerza de aquel acto único, que restablecía la dignidad republicana, generalizando el modelo.

La primera visita de una delegación gubernamental española a Saint-Martin-le-Beau para negociar con Tarradellas se produjo el 14 de febrero de 1976. Lo contó Sánchez-Terán en De Franco a la Generalitat. La iniciativa no partió ni del presidente del Gobierno, Carlos Arias, ni de su ministro de Gobernación, Manuel Fraga, dos de los mayores reaccionarios del momento, sino del jefe del Estado, pues parece ser que el rey Juan Carlos tenía especial interés en conocer la postura del presidente de la Generalitat antes de iniciar su primera visita oficial a Cataluña.

Pero entonces nadie pensaba en la restitución de la Generalitat. Las huestes de Fraga, incluso sus seguidores catalanes, estaban pensando en la creación de un Régimen Administrativo Especial. No les sirvió de nada, porque Tarradellas y la oposición catalana siguieron exigiendo el restablecimiento de la Generalitat para ponerse a negociar.

Su insistencia tuvo sus frutos. El acuerdo entre el presidente de la Generalitat en el exilio y las fuerzas políticas catalanas para formar un frente común en lo relativo a las reivindicaciones autonomistas fue mucho más determinante para el futuro del autogobierno que esa «Operación Tarradellas» que sirve para lavar la cara a unos cuantos colaboracionistas del franquismo que estuvieron implicados en ella.

Tras la salida de Arias y Manuel Fraga del Gobierno, el asunto de la Comisión del Régimen Especial se esfumó, pues había sido una desafortunada iniciativa política, condenada de antemano al fracaso, del sector duro del franquismo. Y sin embargo, ese sector, progenitor del actual PP, no había podido obviar la especificidad de Cataluña, reconociesen o no en voz alta que era una nación, y que sin tenerla en cuanta no conseguirían ningún acuerdo.

Desde la derogación del Decreto de 1938 por medio del Real Decreto-ley de 1977, han transcurrido cuarenta años, tiempo suficiente para que a algunos se les olvide el pasado. Les puede la memoria franquista de sus ancestros. Pero lo cierto es que el pacto entre Tarradellas y el Gobierno español, presidido ya por Adolfo Suárez y después de la visita del teniente coronel Andrés Casinello, que acudió a Saint-Martin-le-Beau en compañía de Manuel Ortínez, consistió en el mutuo reconocimiento entre la corona y el representante histórico del autogobierno catalán, el presidente de la Generalitat. Casi nada.

Después vinieron las preautonomías y la elaboración de la Constitución de 1978, pero la aceptación de la singularidad catalana —da igual la condición que cada cual diese entonces a aquella singularidad— es innegable. Por tanto, para una mejor comprensión de este episodio de la Transición, hemos de tener en cuenta, como observa el profesor Carlos González Martínez, de la Universidad de Valladolid, la presencia de tres entes en el acuerdo: «el Gobierno español, la Generalitat y los diputados elegidos en Cataluña con motivo de las elecciones del 15 de junio.

Eso explica que, además de las reuniones entre Josep Tarradellas y Salvador Sánchez-Terán, tuvieran lugar encuentros de cada uno de ellos con los representantes de la Asamblea de Parlamentarios». Fue un acuerdo tripartito complejo, al margen de cualquier doctrina constitucional, digamos preconstitucional.

Durante estos cuarenta años, los intentos por rectificar ese pacto inicial han sido muchos, empezando por la generalización constitucional de las autonomías que ya llevaba implícita la voluntad armonizadora que luego fueron pactando los dos partidos españoles de turno, el de la derecha —ya fuese UCD, AP o bien el PP—, y el PSOE, representante de una izquierda timorata y centralista, cuya historia reciente demuestra que siempre está dispuesto a echar una mano a la derecha española cuando se trata de defender la unidad de España.

La rebelión palaciega de los barones meridionales socialistas contra Pedro Sánchez, arropados por la vieja guardia «felipista», fue la versión dramática de lo que ha ocurrido en el PSOE regularmente, dando a entender que los socialistas españoles no tienen alternativa a esa forma monolítica de concebir España del nacionalismo español más rancio. La España cañí tiene papá y mamá.

El unionismo catalán no debería olvidar este episodio de la historia reciente de Cataluña. Que el régimen definitivo de la autonomía catalana fuese establecido por las Cortes Españolas en 1978, no niega que fuera facilitado mediante un procedimiento previo de negociación entre el Gobierno y los representantes del pueblo catalán en un sentido histórico —la Generalitat y su presidente en el exilio— y democrático —la Asamblea de Parlamentarios constituida a través de las elecciones del 15-J de 1977—.

Del menosprecio de esa verdad histórica vienen los lodos actuales de ruptura definitiva entre una parte mayoritaria de Cataluña y España. La política española de hoy en día niega lo que no se atrevieron a negar ni los hijos directos del franquismo. Incluso ellos fueron más audaces que Mariano Rajoy, Susana Díaz o Miquel Iceta. Por lo menos supieron encauzar la reclamación del reconocimiento singular que ahora niegan PP y PSOE. Su cerrazón es estéril y persiguiendo judicialmente a los líderes moderados del independentismo catalán sólo agravaran lo inevitable.

En Madrid cuentan historias alucinantes y hay quien sueña con una especie de «Operación Junqueras» para neutralizar a los fieros independentistas de la derechona catalana. ¿Qué cosas, verdad?

Te lo cuentan sin recabar en que el electorado independentista no está por esas sutilezas palaciegas que desprenden el olor de la traición. Supongo que en la guerra todo vale, incluido mentir. Ahora bien, quien en Cataluña no cumpla lo prometido, morirá electoralmente. La solución sigue siendo la misma que reclama desde un año atrás el presidente actual de la Generalitat, Carles Puigdemont, que es el representante legítimo de la voluntad popular catalana: que el Estado acuerde con el Govern la convocatoria de un referéndum de autodeterminación. Sí, no o abstención y listos.

Así funciona el estado de derecho. Es mucho más simple que traerse de Francia a un viejo político republicano que mantuvo en alto el pabellón de la Generalitat durante la helada noche de la dictadura y que fue elegido por una minoría parlamentaria en el exilio. La legitimidad de Tarradellas era histórica, la de Puigdemont, en cambio, es democrática. Ahora, pues, con un simple pacto bilateral bastaría para solucionar la disputa.