Aumentar la productividad a garrotazos

Todo el mundo sabe que la causa última de la gran depresión, en que se ha sumido la economía española desde fines del año 2007, está en el estancamiento de la productividad durante la etapa precedente. Los bienes y servicios producidos en el país resultaban cada vez menos competitivos en el exterior, con la consiguiente parálisis de las exportaciones. Aquellos otros bienes y servicios que procedían del exterior ganaban participación en las compras de los consumidores españoles cada año.  El desequilibrio afloró en la balanza de pagos con un déficit por cuenta corriente que llegó a ser el mayor de nuestra historia y con mucha diferencia.

El INE acaba de publicar las cifras de la nueva Contabilidad Nacional de España, según la metodología decidida por Naciones Unidas y Eurostat. En su día, las novedades de este sistema de cuentas –como incluir la prostitución y otras actividades poco presentables– fue censurado por los bienpensantes de siempre, que parecen creer que es mejor desconocer lo que a uno no le gusta, pese a que sea enteramente cierto.

Por fortuna, el mundo funciona con arreglo a criterios más realistas y veraces. Actualmente, todos los países desarrollados aplican la nueva forma de elaborar las cuentas nacionales. Los países que todavía no han entrado en esta sistemática, están en ello. Pronto será, sin ninguna duda, el sistema de cuentas universal.

El caso es que los datos de las nuevas cuentas, que en la Unión Europea se bautizaron de sistema SEC 2010, permiten calcular con mucha comodidad la producción por empleo equivalente a tiempo completo y facilitan conclusiones de gran interés. Así, se puede conocer mejor que nunca la evolución de la productividad.

Los datos son importantes: frente al estancamiento de 1994-2007 –la increíblemente llamada por algunos «década prodigiosa»–, desde 2008 hasta 2014 la productividad en España no ha dejado de crecer. Se trata de algo estrictamente imprescindible. Era imposible seguir por la senda del deterioro del tejido productivo y del endeudamiento masivo.

Pero el aumento de la productividad no ha traído consigo el crecimiento de la producción y el aumento del bienestar, como estuvo sucediendo en España durante más de cuarenta años, entre 1950 y 1992. Muy al contrario, la mejora de la competitividad se ha logrado a base de destruir una parte importante del tejido productivo y de dañar gravemente las rentas de los trabajadores del sector privado y de los interinos y contratados de la Administración Pública, además de algunos recortes en las prestaciones sociales. Los funcionarios han esquivado la crisis, como siempre, sin apenas problemas.

No está de más añadir que esta forma de mejorar la productividad es la peor de todas las posibles. Podría ganarse en eficiencia productiva, reducir las cargas tributarias, eliminar el despilfarro de los recursos públicos o rebajar los costes energéticos. Pero destruir empleo y recortar salarios es un camino insostenible, por definición, en el medio plazo.

El precio de una vía tan poco racional será, si no se le pone remedio a ello, mayor conflictividad social, aunque por nuevos derroteros. Por muchas razones, creo que la forma principal de protesta contra las políticas ultraconservadoras, que nos anuncian todos los partidos nacionales para la nueva legislatura, va a ser una mucho mayor desafección hacia el Estado, bajo modalidades distintas pero cada vez más radicales. ¡No se puede seguir ganando productividad de un modo tan brutal!

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