Asesinatos venenosos

Durante la primera legislatura catalana, cuando yo trabajaba como asistente del diputado Josep Benet, los miembros de los partidos del gobierno y de la oposición podían comer o beber juntos incluso en las peores circunstancias. Recuerdo sobre todo una cena que se organizó espontáneamente a las puertas del parlamento catalán justo antes de que se votase la moción de censura contra Jordi Pujol. Benet la presentó, con el apoyo del PSUC, a finales de septiembre de 1982. Aquello acabó con un sonoro fracaso y menos acritud de la que exhiben algunos de los relatores de aquellos hechos en un librito conmemorativo del 25 aniversario.

El resultado de la votación, y si lo menciono es para que se tenga claro lo que pasó, fue de 21 votos a favor (PSUC), 56 en contra (CiU y ERC), y 53 abstenciones (PSC, PSA, CC-UCD, CDS, PCC), más cinco ausencias. Entre otras, la del líder del Partido Socialista Andaluz, José Acosta Sánchez; la del dirigente del Partido de los Comunistas de Catalunya, Joan Ramos Camarero, y la del diputado de CiU, Josep M. Nolla Panadés, que había muerto la noche anterior en un accidente de tráfico justo cuando volvía a casa después de la sesión parlamentaria. Pero volvamos a la cena.

Como ya he contado en otras ocasiones, la cena informal tuvo lugar en La Xampanyeria, un local entonces de moda. Uno de cuyos socios era Jaume Camps, a su vez portavoz de CiU en el parlamento y hombre de consensos, que actuó de anfitrión. Allí compartieron mesa políticos con posiciones muy alejadas entre ellos: Macià Alavedra, que estuvo contando chistes sin parar; el siempre circunspecto Xavier Folch; Pere Portabella, menos aristocrático que de costumbre; Rafael Ribó, que entonces estaba más relajado que cuando pasó a liderar ICV, y Antoni Gutiérrez, el mítico “Guti”, cuya severidad fue siempre más aparente que real.

Servidor también estuvo en esa cena, aunque era un pipiolo y mi único mérito era haber mecanografiado una vez y otra, junto a la secretaria de Portabella, el discurso que pronunció Benet (¡cómo hubiésemos avanzado si hubiéramos dispuesto de ordenadores!). Lo cierto es que asistí alucinado a esa demostración de civilidad después de la batalla.

Los discursos parlamentarios habían sido rotundos, “frentistas” en cuanto a las ideas, las más de las veces irónicos y tajantes, pero ese proceder no consiguió romper los necesarios rituales de convivencia entre gente civilizada. Para empezar, porque nadie sospechaba –al contrario de lo que pasa ahora– de esos actos de fraternidad entre rivales. Visto en perspectiva, hoy esto parece una locura. Una extravagancia propia de los tiempos en que esos mismos políticos compartían la lucha clandestina contra la dictadura franquista.

Podría ser, pero se me antoja que la profesionalización excesiva de la política, los consejos envenenados de los asesores y la politiquería han acabado con los “consensos éticos” para dar paso a lo que Michael Ignatieff denomina “el asesinato venenoso del carácter”.

La mala leche es superior incluso a las pocas ideas que demuestran tener los políticos que nos representan. Por lo que se ve, pasa en todas partes. Pero eso no es ningún consuelo.

Durante el invierno revolucionario de 1919, Max Weber pronunció la conferencia, por invitación de la Asociación Libre de Estudiantes de Múnich, llamada La política como vocación. En ella no quiso debatir sobre el qué hacer diario partidista, sino que planteó el significado que debía tener la política como vocación.

Para empezar, Weber definió qué entendía que era la política: “Política significará, pues, para nosotros, la aspiración a participar en el poder o a influir en la distribución del poder entre los distintos Estados o, dentro de un mismo Estado, entre los distintos grupos de hombres que lo componen”. Una competición muy noble, sin duda. Quien hace política es legítimo que aspire al poder, aunque debería evitar esa exhibición de egolatría que tanto ofende al común de los mortales.

Weber también habló en Múnich de los caudillajes y del carácter de los que les prestan obediencia. De las razones de la dominación producida por la entrega de los sometidos al carisma puramente personal del “caudillo”.

Al cabo de casi cien años de aquella conferencia, la reflexión de Weber es de rabiosa actualidad. Dice así: “Lo que los jefes de partido dan hoy como pago de servicios leales son cargos de todo género en partidos, periódicos, hermandades, cajas del Seguro Social y organismos municipales o estatales. Toda lucha entre partidos persigue no sólo un fin objetivo sino también, y ante todo, el control en la distribución de los cargos. Todos los choques entre tendencias centralistas y particularistas en Alemania giran en torno al problema de quién ha de tener en sus manos la distribución de los cargos, los poderes de Berlín o los de Múnich, Karlsruhe o Dresde. Los partidos políticos sienten más una reducción de su participación en los cargos que una acción dirigida contra sus propios fines objetivos”. Impresionante, ¿verdad?

La elección de dirigentes sin vocación, de “políticos profesionales” que no saben ante quién son responsables, ha debilitado a la política y al pensamiento político que debería acompañarla. Sin esa vocación, a los políticos sólo les queda la vanidad. Y eso hoy en día interesa muy poco a la gente.

Weber habló de la contraposición entre la “ética de la convicción”, que es la que esgrimen a menudo los intelectuales, y la “ética de la responsabilidad”, que es la que ordena a un político tener en cuenta las consecuencias de las decisiones tomadas. Lo raro de nuestro tiempo es que parece como si ninguna de las dos éticas estuviese presente en la acción política. Así les va a los políticos. Y a nosotros, que les sufrimos.

Luego se sorprenden de por qué Podemos, un partido ideológicamente más viejo que el PC Chino, triunfa en unas elecciones. Su lenguaje y sus formas alteran el statu quo y el ciudadano ya tiene bastante con eso. Casi le da igual lo demás. Algo similar sucede en Catalunya con Procés Constituent, lo más parecido a Podemos que hay en Catalunya, y con la CUP, que recibió votos de gente para nada marxista sólo por su radicalismo nacional y su narrativa anticonvencional.

Desde el 25-M, que los siempre avispados comentaristas decían que serían unas elecciones sin épica, vivimos un órdago político sin precedentes. La crisis económica hace tiempo que destruyó la ética de la verdad, que es la base de esa ética de la convicción de la que hablaba Weber. La crisis política que vive España va deglutiendo a los dirigentes que no han sabido valorar la ética de la responsabilidad y sólo sobreviven imitando a los antiguos caudillos.

De momento el embrollo político derivado del proceso soberanista catalán y la quiebra de la izquierda clásica se ha llevado por delante a los dirigentes socialistas Alfredo Pérez Rubalcaba y Pere Navarro. Y al rey. ¡Ahí es nada. Un terremoto de gran magnitud en la escala de la política local!

En las filas del PP, y a pesar del innegable batacazo electoral y de la resistencia del MHP Artur Mas, quien frente a las presiones indirectas responde con ese “sin embargo” weberiano que requiere la vocación política, aparentemente no se mueve nada.

En CiU, por el contrario, las aguas se enturbian a la vista de todo el mundo. A Duran Lleida, incluso los suyos le están indicando donde está la puerta de salida. Ni el partido de la calma chicha, ERC, se libra de las batallas ególatras por el caudillaje, como se está demostrando en Barcelona, haciendo saltar por los aires su pretendida renovación de la mano de los dos abueletes que al final consiguieron su sillón en Bruselas.

Los asesinatos venenosos están por llegar. Las víctimas ya tienen nombre, especialmente en Catalunya, e incluye a más personas de las que hoy sabemos. Ninguna de ellas, sean víctimas o sean victimarios, saldría a cenar para compartir nada. Por lo que se ve, sólo sienten hastío de los ideales de los demás.