Artur Mas ya es un problema para CDC
Se lo creyó. Pensó que podía ser el gran referente de la Cataluña contemporánea, el que posibilitara la creación de un estado propio, o, como mínimo una relación de igual a igual con España. Aquella campaña electoral en 2012, con la imagen de un nuevo Moisés, fue su punto álgido, pero también el punto de inflexión que llevaría a Convergència a un descenso continuado.
Artur Mas no ha hecho otra cosa desde entonces que personalizar el supuesto conflicto. Todo le afecta, se siente mal, y quiere rehacerse. Por eso ha comenzado ser a un serio problema para Convergència. De ser su mejor activo, su único activo, ha pasado a ser el obstáculo para una refundación seria y creíble.
Todos los dirigentes convergentes están pendientes de las elecciones del 26 de junio, para comprobar el estado de bajas, y si es posible o no competir con ciertas garantías con Esquerra Republicana para volver a ser la fuerza central en la política catalana. Justo después de esos comicios, Convergència afrontará su congreso de refundación, en julio.
Entre muchas otras incógnitas, como el papel de Germà Gordó, un dirigente mimado en los últimos meses por los poderes en Madrid, para que pueda ejercer de hombre moderado en Cataluña y que ha pedido más tiempo para poder organizar ese congreso, es el cargo que acabará teniendo Artur Mas.
El ex presidente de la Generalitat quiere ser el presidente del nuevo partido, con poderes ejecutivos. Es decir, quiere liderar el nuevo instrumento político, como guardián del proceso soberanista.
Ahora se ha crecido de nuevo, porque el ‘no’ de la CUP a los presupuestos vendría a romper los acuerdos con la formación anticapitalista, y Mas podría esgrimir que tiene toda la legitimidad para volver. Pero ni aquellos acuerdos, que posibilitaron la investidura de Carles Puigdemont, están tan claros ni tampoco en Convergència a Mas se le espera como el gran salvador.
Los acuerdos, según la versión de la CUP, no pasaban por un ‘sí’ automático a los presupuestos. Lo ha recordado estos días la auténtica bestia negra de Mas, la diputada Anna Gabriel. Si se entendía que debían ofrecer su apoyo, apunta Gabriel, ¿por qué tanto interés en negociar en las últimas semanas?
La otra cuestión es más delicada. En Convergència quiere tomar el mando una nueva generación que se pregunta si, ya que se ha encontrado la figura de Puigdemont, no vale la pena intentarlo con él. El propio interesado ha dejado claro que no tiene aspiraciones para seguir al frente de la Generalitat. Aunque eso siempre puede cambiar, lo que sí sabe Puigdemont es que no se puede gobernar, aunque sea por un tiempo tasado, con un ex presidente que no se ha apartado ni un milímetro ni del partido ni del proceso soberanista.
Mas es el rostro bronco del proceso, el hombre que carga una día sí y otro también contra la CUP, el que recuerda su papel casi de mártir porque fue procesado por la consulta del 9N, el que desconfía de todos, y menosprecia lo que pueda aportar Podemos al conjunto de la política española.
Y tenga o no razón, en Convergència se quiere pensar que hay futuro, que la política es dinámica, que Podemos en Cataluña puede tener un papel decisivo, que la alcaldesa Ada Colau es un referente que no se puede ignorar a medio plazo.
Mas no quiere irse. Pero en Convergència, pese a ser venerado, se le ve ya como un problema. Es el pasado, y el responsable –compartido, ¿o no señor Homs?—de que todo haya saltado por los aires en Cataluña. Y todo ocurrió en aquella campaña electoral de 2012, donde Artur Mas se gustó y se creció al verse en los carteles.