Aquellos veranos en los que todo era posible

Los primeros amores siempre son desconcertantes porque te convierten en una persona diferente

Hubo una época en la que mis veranos brillaban como el charol azul porque estaba conquistando la libertad y la ligereza. Me urgía explorar todo lo nuevo, que en aquel momento era el mundo entero. Actuaba con el convencimiento de que todas las cosas que me quedaban por vivir estarían llenas de luz. Eran aquellos veranos en los que todo era posible. 

Mi cosmos lo conformaban las chicas y los chicos con los que pasaba todas las horas del día. El azul de la piscina en la que nos bañábamos tenía sobre mí un efecto magnético, porque mis ojos estaban emborrachados de alegría y me hacían verlo todo bonito y delicado. Por la noche nos reencontrábamos, nos tumbábamos al aire libre, y mirando el cielo, nos explicábamos mil cosas divertidas. 

Al final del verano me enamoré de un chico de madre alemana, que tenía los ojos del mismo azul irreal de la piscina. Me cayó un peso en el corazón. Me volví silenciosa; sólo podía concentrarme en aquella carga. Los primeros amores siempre son desconcertantes porque te convierten en una persona diferente. 

Han pasado los años, han pasado las décadas; he conquistado la libertad. He perdido la ligereza, pero amo todos y cada uno de los pesos que hay en mi corazón, porque me han configurado. Sigo explorando, pero ahora lo hago sin urgencia, porque, afortunadamente, ya tengo una opinión propia sobre el mundo. 

Hace muchos veranos que sé que hay cosas que ya no son posibles. Pero lejos de sentir desilusión, siento el placer de haber conquistado certezas, de tener conmigo las personas que quiero, de disfrutar de todas las cosas bellas que tiene la vida. Cosas que no lograré acabármelas, por mucho que me esfuerce.

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