Aquella Constitución de (casi) todos

Gentes que habían sufrido en sus propias carnes y en la de sus familias la cárcel, la tortura y el exilio parieron en 1978 una constitución democrática para España. No lo hicieron solos, sino merced a grandes acuerdos de fondo con la derecha procedente del franquismo político y/o sociológico. Mírese como se mire semejante pacto, aquella constitución abrió para España el mejor periodo de su historia, que no es poco decir. Una etapa de espectaculares mejoras políticas, sociales, culturales y económicas quizás aún no bien calibradas y ni bien explicadas a las generaciones más jóvenes.

Fue posible gracias a mucha generosidad y a no pocas renuncias dolorosas, pero sobre todo gracias a las elevadas dosis de realismo y a la altura de miras de los principales líderes políticos del momento. Se creó un marco político democrático homologable al de las democracias más avanzadas bajo la figura simbólica de la monarquía parlamentaria. Se recuperaron libertades y derechos cívicos (libertad de expresión, de reunión, de afiliación política y/o sindical, matrimonio civil, separación Iglesia-Estado…). En un proceso poco común en el planeta, se descentralizó el Estado hasta configurar un modelo cuasi-federal. Se reconocieron las otras lenguas y culturas del Estado. Se modernizaron las fuerzas de seguridad y el Ejército. España se incorporó sin complejos al gran escenario internacional, etcétera.

Aquel texto, con el que España salió exitosa de la larga noche del binomio guerra civil-franquismo, se había propuesto recuperar el sistema democrático habitual en el mundo política e institucionalmente más avanzado. Pero sobre todo, planeaba el empeño de evitar los errores que llevaron al fracaso de la II República como modelo de cohesión y de convivencia. Se llevaron a la práctica los valores iniciales que habían hecho del régimen republicano un revulsivo y una ilusión colectiva sin precedentes. Se pactó la organización territorial, la jefatura del Estado, la bandera, el himno… Se quiso acabar con las estériles luchas de símbolos.

Votaron a favor los partidos mayoritarios de derecha, centro e izquierda, incluídos el Partido Comunista, el Partit Socialista Unificat de Catalunya (PSUC) y la Organización Revolucionaria de Trabajadores (ORT) y el Partido del Trabajo de España (PTE), de tendencia maoísta. También el Pacte Democràtic per Catalunya, liderado por Jordi Pujol. Las fuerzas que se abstuvieron o votaron en contra eran formaciones entonces muy minoritarias, a excepción del PNV (abstención).

Claro que se vivían otros tiempos y claro que algunas cosas se hicieron regular y otras mal. Sin duda. No se hizo justicia a las víctimas de la guerra del bando republicano. Se archivaron los crímenes del franquismo. Pervivieron durante mucho tiempo estructuras de la dictadura, se creó un Senado inoperante…

Si no conocemos bien las turbulencias de la II República, qué pasó en la guerra civil, cuáles fueron sus causas y cuáles sus consecuencias o hasta dónde llegó el totalitarismo franquista, no se podrá entender el alcance de la Constitución de 1978 y todo el proceso de la transición de la dictadura a la democracia.

El «régimen» salido de esa Constitución, como dicen ahora ciertos sectores de la izquierda sectaria no tiene nada que ver con la crisis económica, ni con que en Galicia haya 258.145 parados, ni con la opresión de la precariedad, ni con el aumento insultante de la desigualdad.

Tampoco tiene nada que ver con la corrupción. Los alcaldes y concejales sobrecogedores no están amparados por la Constitución. Ni los clanes político-familiares con redes recaudatorias. Ni los defraudadores fiscales. Ni los que desvían en provecho propio los recursos destinados a paliar los ERE. Ni los que prevarican y canalizan hacia los amiguetes suculentos contratos con dineros públicos.

La propia Constitución prevé los mecanismos para reformarla. No es el catecismo del padre Astete. Ahora el PSOE insiste en plantearla, con el objetivo implícito de buscar una tercera vía para el callejón sin salida de Cataluña. El problema es que no será posible repetir la gran virtud del pacto del 78: fue consensuada y pactada a derecha e izquierda por las grandes formaciones, así como por el nacionalismo catalán (el gallego no tenía representación parlamentaria). Imposible repetir aquella voluntad de encuentro para acordar las reglas del juego.