Apropiarse de una fiesta no es gratis
Mala idea que en un país los partidos políticos se froten las manos esperando ganar votos mientras utilizan la fiesta nacional para profundizar en las divisiones de los ciudadanos
Característica de nuestra época: a diferencia de todos los tiempos pasados, en los que la unanimidad era obligatoria y la disidencia oculta, multitud de fiestas cuentan con detractores. No resulta pues fácil dar con un motivo de celebración colectiva y presentarlo de manera que todos los convocados se sientan partícipes.
Antes de aterrizar en nuestros lares y comentar los hechos y el sentido del 12-O, demos una vuelta por América. Como todo el mundo debería saber, a poco cine que haya visto, el famoso Columbus Day, que celebra el descubrimiento de América, es en Nueva York la fiesta de los italianos. No de los españoles. De los Italianos.
Pero no siempre fue así. Si visitan el Museum of de City of New York, interesantísimo viaje por la la historia de la ciudad, podrán observar, no sin cierto estupor inicial, como los cuadros que reflejan el ambiente de esta fiesta en el siglo XIX muestran las avenidas por donde se concentraban la multitud y los desfiles engalanadas con gran profusión de banderas. Pero no con los colores de Italia como hoy sino los rojigualdos de la española.
Vaya apropiación. Por indebida que fuera, tiene su origen en la Guerra de Cuba y en el oportunismo de la comunidad italiana, que aprovechando la ocasión y el probable origen genovés de Colón se hizo suya la fiesta… hasta la actualidad, en la que, tras los múltiples derribos de estatuas del descubridor, Joe Biden ha ampliado, tergiversándolo, el sentido de la fiesta y convocando a los detractores a hacérsela suya pero con un sentido diametralmente opuesto al inicial, la vindicación del orgullo indígena.
Tal vez no haya fiesta nacional más capaz de congregar a gentes diversas que el famoso Thanksgiving Day, que conmemora además del fin de la cosecha, la supervivencia de los primeros colonizadores con la ayuda de los amerindios. Esta fiesta es nacional, oficializada por Abraham Lincoln, y popular al mismo tiempo, ya que sustituye a la Navidad en los encuentros familiares, si bien despojada de sus orígenes y connotaciones religiosas.
Antes de aterrizar en Madrid, demos una vuelta por Barcelona. A principios de los 80, siendo ya Jordi Pujol president, realizó una consulta entre miembros de su Govern y allegados sobre la conveniencia de trasladar la Diada desde el 11-S al 23-A, festividad de Sant Jordi. Según fuentes documentadas, él era partidario del cambio, pero desistió ante la abrumadora mayoría que se oponía a dejar de lado el tristemente famoso 11-S. También fue recurrente el tema entre diversos articulistas.
La disyuntiva planteada enfrentaba y enfrenta dos conceptos clave en toda fiesta. Inclusiva o vindicativa. Toda festividad nacional es buena para quienes la celebran, pero cuanta más población la rechace o no la sienta como propia, peor para la fiesta y quienes la convocan.
Así el 11-S, tras algunos bienintencionados intentos de proyectarla desde las instituciones a toda la sociedad, ha vuelto a sus orígenes reivindicativos, si bien acentuados. No es ya la fiesta del nacionalismo y ni siquiera del independentismo, que margina a quienes no lo son, sino la ocasión que aprovechan los partidarios de imponer la DUI por la vía directa a fin de denunciar a los ‘traidores’ que dialogan y negocian.
Concluyamos. Con máximo orgullo han destacado los corifeos de la unilateralidad, el paralelismo entre los abucheos a Pere Aragonès el pasado 11-S y los recibidos por Pedro Sánchez el pasado martes.
Tras ambos incidentes, que irían con el cargo en cualquier otra ocasión y por cualquier otro motivo, se esconde una misma idea. La de apropiarse de una celebración que a todos convoca como instrumento para alcanzar el poder.
No son solo los silbidos. Se trata, ahora en España, de imponer el propio relato en la llamada guerra cultural, de expulsar al oponente político adueñándose de una fecha tan simbólica como de un patrimonio ideológico e histórico que solamente la derecha mantiene con orgullo mientras las izquierdas al servicio de los nacionalismos lo pisotea.
Fiestas que no unen, sino que dividen
Mal negocio para todo país que cae en la trampa de convertir la fiesta nacional en algo que divide en vez de unir. Mal para España. Mal para Cataluña. Mal que en ambas capitales los abucheados se encojan y acomplejen.
Y ni en Madrid ni en Barcelona, ha alzado un político la voz, ya sea independentista radical o de derechas, para afear sus acciones a los abucheadores. Al contrario, se refriegan las manos sin pudor porque el objetivo de profundizar en las divisiones avanza también en el campo crucial de lo simbólico.
Antes de que acaben haciendo estragos, ambas fiestas deberían de replantearse a fin de buscar la unidad a través de un relato provisto de suficientes asideros, aunque sean contradictorios, a los que puedan agarrarse, ni que sea por un día, los que andan a la greña el resto del año. Debería, pero tal deber no tiene pinta de encontrar quien lo plantee, y menos quien haga para cumplirlo.