Aprender a dimitir, asignatura opcional que nadie cursa
No pasa nada, uno se va, dice adiós, agradece los servicios a quien corresponda y a rey muerto, rey puesto. Ya lo ven, un proceso de mínimos. La verdad nos demuestra que no es tan sencillo, por más saludable e higiénico que resulte.
En los últimos días han dimitido el presidente del Barça, Sandro Rosell, y el consejero de Sanidad de la Comunidad de Madrid, Javier Fernández Lasquetty. El primero, fruto de muchos errores y poco carácter. El segundo, ya en terreno político, se larga porque ha fracasado con un proyecto de envergadura para privatizar el núcleo duro de la sanidad de la capital española desde el gobierno autonómico.
Pero ni uno ni otro lo han hecho con altura de miras. Esas miradas vidriosas, esa incapacidad para afrontar el fracaso, esa falta de elegancia en la salida dice poco a su favor. Todos llegan a los cargos con ánimo de servicio, pero se van como si les hubieran detraído una propiedad.
Y estos son de los que se marchan, porque en la sociedad española, en el deporte, la economía o la política la tendencia acostumbra a ser la contraria, la de la permanencia. Nadie se va, sino que prefieren quedarse aunque como los anteriores cometan muchos errores, tengan poco carácter o fracasen en sus principales proyectos electorales.
Basta con echar un vistazo al Ejecutivo catalán y a sus rectores. Al de Madrid, y sus incumplimientos programáticos. A todos esos que utilizan la palabra legitimidad y democracia para ocupar un cargo sin haber sido expresamente votados para ello, y tanto da que se llamen Ana Botella o Josep Maria Bartomeu. Los intereses que genera el poder son tan extensos que los que no cursaron la asignatura dimitir pueden justificar cualquier actuación y la contraria.
Y eso que la dimisión es sana. Porque el atrincheramiento sólo es un refugio de cobardes, de los que tienen alergia a las listas y a las elecciones; a la democracia de verdad.