Antoni Abad: entre dos ‘desórdenes’

Las proclamas pueblan el subconsciente de los patriotas. Especialmente si son empresarios aparentemente dóciles, como Antoni Abad, un perfil contrito que asoma a la luz recién renovado su cargo de presidente de Cecot.

El verbo declarativo se abre paso a dentelladas. Y mientras unos encumbran a la nación, los motores de la economía viven entre dos desórdenes. El primer desorden resume el salto del Ejecutivo catalán para convertir al país en sujeto de derecho internacional. El segundo alienta a su contrario, el nacionalismo español, dispuesto a recentralizar el Estado y a desempolvar el monopolio de la violencia.

En medio del ruido, los motores –Caixabanc, el Sabadell, Abertis, Gas Natural, Agbar, Almirall, Planeta, entre otros- sufren de ambivalencia. Reconocen el camino erizado de espinas, le temen a la inseguridad regulatoria y padecen la fractura del mercado antes de que se manifieste. Sus organizaciones corporativas, en cambio, esgrimen temores o ilusiones -según el caso- mientras toman posiciones en la línea de salida.

Cecot y Pimec, acomodadas ambas en el frentismo nacionalista, tienen poco que perder. Por su parte, Foment del Treball (CEOE) echa el freno. La gran patronal teme la ruptura territorial de España. Duerme a la sombra de su historia; rememora con facilidad el españolismo rancio de sus mayores.

El pasado miércoles, en el pacto nacional por el derecho a decidir celebrado en el Parlament, Antoni Abad lideró a la patronal autóctona, tras la renuncia a participar expresada por Foment amparado en la “politización excesiva” del acto. Abad argumenta que el pacto nacional es una exigencia de la “calidad democrática”, de la que España está muy faltada.

Se abalanza sobre el extremo del catalanismo político que, por primera vez y de forma sistemática, ha optado por la independencia. Pertenece al grupo del “empresariado liberal”, en palabras enigmáticas de la presidenta de Òmnium Cultural, Muriel Casals, una profesora de Economía, entregada al derecho de frontera.

Cuando la nación lo es todo, la ciudadanía languidece. La empresa, una expresión del encuentro fértil entre capital y trabajo, pierde fuelle. Los pronunciamientos revientan la concertación. Pueden servir para florear l’Aplec de Matagalls o para levantar el ánimo del concierto en el Camp Nou, “la clave de solfa de la partitura independentista”, en palabras de Alfred Bosch, portavoz ERC en el Congreso.

CIU ha perdido su gradualismo. Desbancada del centro mayoritario, según el último CEO, la federación se asoma al abismo. La independencia es un Deus ex Machina, la voluntad exógena de los dioses en las tragedias clásicas.

La traslación al mundo de la empresa puede percibirse a partir de dos ejemplos significativos dotados de estrategias diferentes. El primer ejemplo, Salvador Alemany (Abertis y Carec) avanza con sutileza entre el fuego cruzado de los dos desórdenes. El segundo, Antoni Abad, sitúa su trinchera en el mismo frente, aunque sin mostrar fisuras ni atisbos de renuncia. Pero, en economía, la verdad se impone. El bando “liberal” de Muriel Casals es un mundo abigarrado de pymes y comercios. Lo que fue la gran industria es una ínsula abandonada.

La lucha territorial se encona. Juan Carlos I se refugia en la Zarzuela, el palacio taconeado por frau Wittgenstein. El monarca no sale en los papeles. En Madrid, corte de los milagros, dicen que ha arbitrado la refinanciación de El Mundo y Prisa.

La Catalunya productiva, de la que tan a menudo habla Abad, vive en la nostalgia. El fruto de sus desvelos ya no duerme en casa. El tejido empresarial (¡campos, talleres y fábricas!) desparrama sus rentas por la ruta ginebrina de los bancos de fortunas. Los family offices, último reducto de las rentas de capital, viven bajo el volcán. Cuatrecasas, Torreblanca, Godia y Carulla solo son muescas en el revólver de Hacienda.

Las élites extractivas teorizadas por César Molinas duermen a pierna suelta comparadas con el desvelo catalán. La aguja de Montoro enhebra su hilo por encima del Ebro. Antoni Abad y su pelotón (la Cecot está por el derecho a decidir en un 90%) levantan su barricada, ante la estupefacción de los motores. Aguardan al otro nacionalismo, el español, portador de miasmas esencialistas y dispuesto a esconder su vacío en la falsa reforma de la Administración.