Ante la ausencia de líderes, llegan los Mesías
Repasaba lo sucedido en Francia. Nicolas Sarkozy se ha convertido de nuevo en el líder de su partido UMP. Lo ha conseguido sin una mayoría aplastante, pero suficiente para otorgarle el papel de nuevo jefe de la oposición al gobierno socialista.
Sarkozy, el polémico ex presidente francés, está tocado por casos de corrupción directa e indirecta. Su partido, tradicional, vive una convulsión interna que a los españoles no nos asombra, porque se parece demasiado a lo que vivimos en los principales partidos del país, sea cual sea su ideario.
El líder francés se prepara, pues, para lograr ascender, de nuevo, a la cúpula de la república. Con la experiencia política francesa sorprende que haya sido imposible reclutar un líder conservador menos tocado por los excesos cometidos alrededor del poder desde que Sarkozy dejó el mando. La capacidad de regeneración es más que discutible.
Algo similar sucede más cerca. Artur Mas tampoco ha sido capaz de encarar el liderazgo a la antigua usanza: el perfil de un dirigente que a través de la política consigue solucionar los problemas de sus conciudadanos y les orienta a la vez que transforma y evoluciona la sociedad. El último episodio de su propuesta, es más un funeral moderno de su partido político que una actitud política de liderazgo, por más que algunos vean no sé qué tipos de sacrificios personales en su actuación.
Como en Francia, el liderazgo se ha transformado en una suerte de gregarismo de un personaje popular. Poco importan sus capacidades o incapacidades para ejecutar la política en sentido clásico. Lo que prima en estos tiempos es la telegenia y la capacidad de aunar en un mismo discurso cuatro elementos identificativos o identitarios sin tocar en exceso los problemas de verdad o ladeándolos deliberadamente para eludir la realidad. El caso de Pablo Iglesias y Podemos es uno de los más ejemplificadores, pero guarda muchas concomitancias con lo que acontece en Francia o en Cataluña.
Los primeros espadas de la política se están construyendo como nuevos Mesías en el sentido más espiritual del término. Se definen ellos y sus proyectos por oposición más que por composición. El cabreo generalizado de la ciudadanía es suficiente para que con pocos mimbres les salga un cesto en el que quepan los votos de una sociedad que cada vez está más alejada del interés participativo que encierra la democracia en sentido clásico.
Sucede algo similar con el PSOE de Pedro Sánchez, donde si el jubilado Felipe González lo quisiera aún podría recuperar el timón ante la ausencia de capitanes de nave capaces de tomar el rumbo en medio de la tormenta. Lo del PP, en cambio, es otra cosa. Allí lo que une es el poder. Mariano Rajoy salió de un dedazo y se ha mantenido en la cúspide de la organización sin más mérito político real que administrar los tiempos y evitar el cara a cara con la realidad. Es cierto que es difícil liderar un partido como el suyo, en el que la corrupción es ya el primer elemento definitorio y no su ideario liberal-conservador. Pero el poder resulta efectivo para su continuidad y une más que el Super Glue, incluso ante la adversidad.
Lo de Francia tampoco es un consuelo, pero sí una clara demostración de que la ausencia de liderazgo político en el sentido virtuoso del término genera una nueva pléyade de dirigentes de perfil tecnocrático en los que el populismo más rancio empieza a ser un común denominador en este tiempo y en toda la Unión Europea.
Su propensión al sermón continuado e insistente en sus doctrinas los convierte en unos sospechosos Mesías. Los medios de comunicación y la crisis económica estamos ayudando a construir ese peligroso e incierto espacio político para el futuro inmediato. Realmente, no podría haber comenzado peor este siglo XXI.