Vetusta guerra cultural
Bismarck sabía lo que hacía cuando habló de “guerra cultural”. La viralizó al servicio de una estrategia propagandista, nacionalista y agresiva
Resulta sorprendente que un concepto acuñado en el siglo XIX por Bismarck haya sido capaz de ganar hoy en día tantos adeptos entre las filas de la derecha. Especialmente en España en los últimos tiempos.
Es cierto que también la izquierda habla de ella, aunque no con estas palabras sino asociada al concepto más sofisticado de “hegemonía cultural” que manejó Gramsci.
En cualquier caso, Bismarck sabía lo que hacía cuando habló de “guerra cultural”. Se sacó, no de la chistera, sino de su casco con pincho la idea y la viralizó al servicio de una estrategia propagandista, nacionalista y agresiva.
La puso en circulación en lucha por la hegemonía continental frente a Napoleón III. Fue en 1871. Prusia blandió el concepto para meter en cintura a los católicos alemanes, que eran reacios a hacer la guerra al Segundo Imperio francés. El Papa apoyaba a los franceses. Lo sostenían en Roma frente a los intentos garibaldinos por ocupar la Ciudad Eterna.
De los polvos al barro del nacionalismo
Así que Bismarck, al ver cómo los católicos alemanes rehusaban ponerse a las órdenes del luteranismo prusiano frente a los franceses que respaldaba el Papa, les recordó que antes que católicos eran germanos y que la guerra franco-prusiana no era una lucha entre civilizaciones sino entre culturas nacionales.
Por eso, tenían que ser fieles a su cultural porque era la esencia de Alemania. ¿Acaso no lo había visto ya el Romanticismo alemán en su lucha contra el primer Napoleón? ¿No estaba la poesía de Goethe, Hölderlin, Schiller, Kleist o Heine indicando que la única lealtad exigible era la que nacía del corazón que imponía la lengua y la cultura que nacía de ella?
De aquellos polvos vino después el barro del nacionalismo del periodo de entreguerras y su apetito por utilizar la cultura y las ideologías nacidas de ella como soporte de la unidad nacional y de su expansión.
La revolución conservadora
Algo que recorrió la Konservative Revolution de la que surgió el nazismo y el fascismo europeos, pero que saltó también a los Estados Unidos de la mano de los emigrados que salieron de Europa tras la descomposición del Imperio austrohúngaro, muchos de ellos provenientes de círculos académicos que fueron acogidos en el cinturón universitario que vertebra de norte a sur el Medio Oeste.
Por su parte, como mencionaba más arriba, la izquierda también ha hablado de “guerra cultural” pero desde otros registros, asociados a la sutileza analítica de Gramsci.
Éste habló de adoptar una estrategia cultural que desestabilizara desde la cabeza al capitalismo, habida cuenta de que desde abajo, es decir, desde las relaciones de producción, no se podía provocar una revolución en el seno de una sociedad campesina y atrasada industrialmente como era la italiana.
Por eso había que operar en el terreno de las mentalidades y, por tanto, desde la supraestructura ideológica que acompañaba el desarrollo de la producción capitalista para conseguir un cambio de modelo.
El combate contra el ideal rooseveltiano
De ahí que la supuesta guerra cultural blandida por la izquierda de inspiración gramsciana reclame una estrategia que combata la “hegemonía cultural” de la derecha en el poder, alterando la vigencia capitalista no desde la revolución sino desde el control de los resortes de la inteligencia, el conocimiento y la cultura que delimitan la cosmovisión colectiva.
Resulta curioso que la suma de ambas tendencias fueran hechas propias por la derecha norteamericana en momentos distintos.
Primero, en los años 30, cuando caló la idea de “guerra cultural” entre los sectores paleoconservadores del Medio Oeste americano. Lo hizo mezclando el espíritu de arenga libertaria con la búsqueda de restablecer la virtud presbiteriana como si fuera el nervio de la nación.
Y todo ello para combatir la mentalidad y las ideas liberales del New Deal de Roosevelt. A sus ojos, el liberalismo rooseveltiano quería subvertir la propiedad y la religión al mismo tiempo. Un relato que escondía un socialismo que propagaba la mentalidad y la cultura dominantes en las universidades del este y el oeste, así como el lobby judío que se había adueñado de Hollywood, el arte, la prensa y el mundo editorial.
El atacón neoliberal
Durante toda la Guerra Fría esta reflexión siguió viva, tal y como evidenciaron el macartismo y la propaganda libertaria que catequizó a buena parte de las bases republicanas con las lecturas de Albert Jay Nock, Henry Hazlitt, Rose Wilder Lane y Ayn Rand.
De ahí surgió el alimento ideológico que sustentó el atracón neoliberal que supuso la Revolución Conservadora de Reagan. Entonces se produjo el segundo momento en el que se propagaron las tesis de la “guerra cultural”.
Aquí, la influencia de la izquierda influida por Gramsci se dejó notar por la vía de la conversión de muchos de sus seguidores a la fe neorepublicana.
Fue un viaje generacional que dio nuevos ímpetus a las tesis de guerra cultural en el momento en que se resolvía la Guerra Fría con la derrota definitiva de la URSS. Estas tesis serían asumidas a su vez por Thatcher y una parte de la derecha europea a partir de los años 80 del siglo XX.
El revival con Trump
Desde entonces ha sido un concepto recurrente dentro de la derecha más reactiva, obsesionada porque los resortes que configuran la mentalidad política en Occidente, tanto en Estados Unidos como en Europa estaban y están, por lo visto, en manos de la izquierda.
Según sus seguidores, ha sido ella la que ha definido el marco conceptual de las democracias liberales y el perímetro de corrección política que sustenta sus fundamentos morales.
Algo que ha experimentado un “revival” de la mano del populismo de Trump y de los movimientos neofascistas que han ido cuajando en Francia, Italia y la propia España, todos ellos obsesionados por arrebatar a la izquierda el control sobre los resortes culturales que definen qué es la democracia y quiénes son sus aliados y defensores.
El respeto a las reglas del juego
No analizaré aquí el hecho sorprendente de ver cómo portavoces de la derecha reaccionaria o del neofascismo han aceptado, sin saberlo, un análisis gramsciano.
Tampoco valoraré cómo es posible que alguien pueda pensar que los conceptos y las ideas que identifican la cultura política de las democracias liberales vienen de la izquierda, lato senso, y no de autores que forman parte de la tradición liberal y conservadora, cuya nómina es tan extensa que no habría espacio para retratarla en lo que queda de este texto.
¿Tan escaso es el conocimiento que se tienen de ellos y tan corta es la influencia que se les reconoce en nuestras sociedades abiertas?
“Hablar de guerra cultural y escucharlo en voces conservadoras suena acomplejado. Salvo para la mentalidad claudicante de quien solo puede defender aquello en lo que cree si rompe las reglas que delimitan el marco del debate que alimenta el pluralismo”.
La democracia liberal es el fruto de un consenso que ha fijado puntos de encuentro y que ha perimetrado los espacios de disenso dentro de un marco civilizado que no ha negado al otro el derecho a existir y a opinar de manera distinta.
Estas reglas de juego han sido fructíferas para que se consolidaran nuestras democracias y se vieran como una forma de gobierno que iba más allá de una simple contabilidad de votos.
Este acervo democrático es plural y no es hegemónico por parte de nadie. Está pensado para el pluralismo y para respetar la disidencia y las minorías. Está sustentando en ideales críticos y emancipatorios que no necesitan impugnar las reglas de juego que mencionábamos antes aduciendo que nos asimilan bajo una supuesta corrección política que impone cómo deben interpretarse los valores de nuestra civilización democrática.
El bucle de los populismos
Por eso, hablar de “guerra cultural” y escucharlo en voces conservadoras suena vetusto y acomplejado. Salvo para la mentalidad claudicante de quien solo puede defender aquello en lo que cree si rompe las reglas que delimitan el marco del debate que alimenta el pluralismo de una sociedad abierta.
Así, refugiándose en la polarización de la guerra cultural y rehuyendo la hibridación respetuosa de los debates que buscan el consenso a partir del reconocimiento de los errores, propios y ajenos, es cómo surge la mentalidad cerrada que propicia el bucle de los populismos y la aceleración intensificada del fenómeno neofascista que nos amenaza.
Y es que frente a la “guerra cultural” lo más inteligente es oponer la defensa del disenso intelectual. Sobre todo porque las ideas no están para arrojarlas unas contras otras, sino para hibridarse y consensuar qué aciertos y errores contienen. Lo otro está en el credo y en la catequesis. En una vetusta interpretación de la política que hace tiempo que debió ser desechada.
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