Tengo que empezar reconociendo que el discurso del candidato a la presidencia de la Generalitat me ha parecido correcto y hasta coherente, lo que en los tiempos que corren no es poco. Un discurso bien estructurado, que nos ha mostrado a un aspirante a liderar el Ejecutivo autonómico confiado en sí mismo. Un discurso en línea con lo que se espera del máximo dirigente de CiU: mayor peso del sector privado, sin poner en cuestión el Estado del bienestar, y un claro acento nacionalista, plasmado con claridad en su estrategia gradualista de conquista de cada vez más autogobierno.
El candidato ha marcado correctamente la prioridad: hacer frente a la crisis económica, y también los otros cuatro grandes desafíos con los que su gobierno deberá lidiar: la crisis de las finanzas públicas, la de la confianza ciudadana en las instituciones públicas y la política, la de las relaciones entre Catalunya y España, y la de valores de la actual sociedad.
Pues bien, a todas ellas, Artur Mas le ha dedicado partes importantes de su discurso, menos a una, a la crisis de confianza de los ciudadanos en los políticos. Ni una palabra más allá de este enunciado en su discurso, ni una línea para no sólo reconocer el problema sino sobre todo decirnos qué piensa hacer desde el Govern de la Generalitat para acabar con la ya tristemente famosa desafección.
Y, sin embargo, hace apenas 11 días la Oficina Antifraude de Catalunya publicó los datos de un estudio elaborado por el Centre d’Estudis d’Opinió (CEO) de la propia Generalitat, según los cuales la mayoría de los encuestados –el 53,8%- cree que la corrupción ha aumentado en los últimos años y un 34,3% que se ha mantenido. Un 27% considera que la corrupción aumentará aún más en los próximos años. Un 60,5% piensa que en Catalunya hay mucha o bastante corrupción. Un 79% opinan que es un problema grave o muy grave. Un 52,7% de los ciudadanos están convencidos de que los partidos políticos en Catalunya se financian siempre o casi siempre ilegalmente. Pero esta extendidísima preocupación ciudadana no ha merecido ninguna atención por parte de quién será el presidente de Catalunya, ni tampoco de sus primeros interpelantes, Joaquim Nadal, del PSC; Alicia Sánchez Camacho, del PP; y apenas una referencia lateral de Joan Herrera, de Iniciativa.
Ni una palabra en el inicio de una legislatura que sucede a otra en la que estallaron dos de los sucesos más lamentables que ha habido en Catalunya recientemente, los casos del Palau de la Música y el conocido como Pretoria. De la necesidad de regeneración política que parecería deducirse de lo anterior apenas una breve reseña a la necesidad de impulsar una nueva ley electoral, de la que no hay más que un demasiado abstracto enunciado.
Ha hablado el candidato Mas de transparencia y, no obstante, cuando se ha referido a la necesidad de iniciar negociaciones sobre el pacto fiscal que propondrá al Gobierno español que salga de las próximas elecciones generales ha asegurado que éstas deberían basarse en la discreción para no producir el cansancio que sí provocó la negociación estatutaria impulsada por Pasqual Maragall, dejando ver fugazmente el ramalazo de político profesional que le define.
Si la corrupción, la desconfianza hacia la clase política, el escepticismo sobre sus verdaderos intereses y objetivos están tan extendidos entre los ciudadanos y en cambio no merecen ni una palabra en el discurso de investidura del candidato a presidente de la Generalitat estamos ante dos posibles escenarios: Uno, el divorcio entre ciudadanía y sus políticos es definitivo, lo que a medio plazo parece insostenible; o dos, Mas no ha querido entrar en un pantano de difícil salida y confía en que la honestidad, la humildad, el diálogo y la austeridad que ha prometido que presidirán su acción de gobierno le lleve poco a poco a recuperar esa confianza perdida y a restaurar una forma de actuación política que recupere a la ciudadanía para ese coliderazgo que han anunciado. ¡Ójala sea esto último y le salga bien!