Alfredo Sáenz: quien a hierro mata…

Esperábamos el desenlace, pero no semejante dislate: Alfredo Sáenz Abad se retira del Santander con una pensión de más de 80 millones de euros. Es un buen colofón para un país con dos millones de familias perdidas en el hiperespacio. Su salida es judicial. Proviene de 1994, cuando entró en Banesto como reflotador poco después de una intervención onerosa del Banco de España. Alfredo atajó la herencia infamante de Mario Conde, un actual virtuoso de la política y el debate.

El hasta el lunes consejero delegado del Santander enderezó Banesto obrando milagros con sus clientes atávicos. A tres de ellos, Pedro Olabarría, Modesto González y José Ignacio Romero, les atizó sendas querellas por estafa, instruidas por el juez Pascual Estevill, maestro de cohecho y del fondo de reptiles, cuyos sobres pasaba entonces el penalista Piqué Vidal. Tuvo mala suerte. La acusación resultó ser falsa, como todas de Pasqual Estivill. Y como quiera que Olabarría y sus amigos pasaron por el hierro (fugazmente, por una orden de prisión sin fianza y falsaria del mismo Estevill), Alfredo Sáenz nunca sería perdonado. Estevill, el juez doloso, fue procesado y pagó. Es sobradamente conocido. Pero las víctimas de aquella agresión, Olabarría, González y Romero, se querellaron contra Banesto reclamando las lógicas responsabilidades.

Así empezó el periplo judicial de Alfredo, que culmina con su salida de la banca. Sáenz Abad fue especialmente querido en Barcelona. Todos sabíamos de sus paseos domingueros por la ciudad antigua, el Gótico y una de sus perlas, el Museo Picasso de la calle Montcada, cuando el reluciente Macba era todavía un proyecto urbanístico de éxito asegurado. Fue en su etapa de presidente de Banca Catalana. La entidad quebró en diciembre del 82, justo al tiempo que Felipe llegó a La Moncloa y Miguel Boyer al palacete terrazo-rojizo de Sabatini que alberga el Ministerio de Hacienda. Después de su crisis, Banca Catalana acabó pasando a manos del Banco Vizcaya, el de Pedro de Toledo, y sobrevivió como segunda marca en medio de la fusión Bilbao-Vizcaya, los cien días de Neguri (con sus cien noches de cuchillos largos) que estremecieron al mundo.

Alfredo reflotó Catalana. Y perteneció después a la diáspora del Vizcaya tras la muerte precipitada de Pedro de Toledo y la subsiguiente bilbainización del gran grupo financiero vasco. Desnortado, pronto encontró eco en la cornisa de los Botín. El Santander había adquirido el Banesto de los marqueses, aquel banco que enterró a los Garnica Mansi y a los Gómez Acebo, después del vendaval de Mario Conde. Pero su arreglo fue vertiginoso con los deudores. Confundió la morosidad con el delito. Sufrió un proceso largo alimentado por sus víctimas (Olabarría, González y Romero). Fue archivado y prescrito. Después, reabierto por el Supremo. Y finalmente, juzgado y condenado. Y hubo más: el Supremo reabrió la causa y rectificó su condena inicial. Además, Sáenz fue indultado por el Gobierno Zapatero.

Y ahora, es relanzado a la arena del circo en el que mandan las fauces de la derecha dialéctica española. Mal asunto. Neguri; el Neguri vasco-español es, al mismo tiempo, verdugo y víctima. Alfredo erró, aunque hoy duerma en un lecho de millones de euros. Cumplió con Botín, pero dio un mal paso en los escenarios tradicionales del hierro y la fundición. Su desenlace tiene que ver con el origen de sus oponentes judiciales; con su error, pero también con la guerra a muerte que libraron el Vizcaya y el Bilbao por la hegemonía vasca. Ahora sabe que quien a hierro mata…