Albert Batlle: desactivar el polvorín

La calle ha vuelto, aunque sus acólitos no lleven la cabellera enjaezada de los viejos pacifistas. La calle de hoy, pasto del mismo cocktail molotov que consolidó la protesta altermundista, es mucho más dura. Está hecha de granito. El espacio público de nuestras ciudades desterró el adoquín para llenarse de mobiliario urbano. Las tribus que lo colonizan esconden bajo un pañuelo el rictus severo de quien tiene una misión; una misión más iracunda que redentora; más levantisca que contracultural.

La calle es el ágora de la revuelta. Sus actuales protagonistas han sustituido el verbo por el gesto. Han diluido la palabra en la acción directa, como lo pregonó Stéphane Hessel en Indignaos, el último epitafio del espontaneismo político. Silenciar la calle es un imposible metafísico, pero es justamente lo que le ha pedido el consejero Germà Gordó al nuevo director de los Mossos d’Esquadra, Albert Batlle, un ex secretario general de Instituciones Penitenciarias en la etapa del tripartito, que se fogueó en la cosa pública como concejal del ayuntamiento de Barcelona.

 
En la calle alborotada anida el rencor: a Batlle le esperan momentos difíciles, le han escogido para desactivar el polvorín

Batlle sale de dar un mal paso como número dos de la Oficina Antifraude (OAC), donde no disponía de poder ejecutivo por sus desavenencias con el director de este organismo, Daniel de Alfonso. Al frente de la policía, Batlle sustituye a Manuel Prat, un hombre cuya imagen pública se deterioró con el caso Esther Quintana, la manifestante que perdió un ojo a causa de las balas de goma de los Mossos.

Prat prometió que, si se demostraba el grave error policial, él dimitiría. Y Prat se ha ido. Pero, de momento, el juez instructor del caso sólo ha imputado a varios Mossos. Es el método de la responsabilidad en cascada sobre la base de la pirámide; un modus operandi según el cual la culpa recae sobre los de abajo, tal como ocurre con los costes unitarios de la crisis económica.

El nuevo jefe de la seguridad asume el mando en un escenario complejo. La retina de la memoria mantiene vivo el desalojo de la casa okupa Can Vies y de las noches de disturbios y fuego en el barrio de Sants. El dispositivo policial ha levantado todo tipo de críticas. Junto a la más absoluta negación de la violencia, algunas opiniones vertidas por diputados de distintas fuerzas del Parlament coinciden en que “no es necesario que Catalunya tenga la policía más represiva del Estado”. No necesitamos conversos en materia de autoridad policial.

El cambio sociológico de los indignados de hoy no se combate sólo con métodos expeditivos ni alarmando a la población sobre la internacional anarquista de la que habla el ministerio del Interior. El momento actual exige atemperar (no encrespar) el monopolio de la violencia. Exige, entre otras cosas, reconocer errores como lo hizo Batlle desde su puesto en prisiones cuando, en 2004, vivió el motín de Quatre Camins, el penal de la Roca del Vallès.

Durante el juicio que se celebró contra los funcionarios de la prisión acusados de agresiones por los presos amotinados, Batlle admitió, en calidad de testigo, que se había roto la cadena de mando. Declaró también que se habían producido «conductas impropias de los cuerpos de seguridad”. Desde la secretaría de Instituciones Penitenciarias, alentó infraestructuras, profesionalizó los recursos humanos de la ejecución penal y trató de instalar una justicia juvenil adaptada a la participación social.

Al poder se le mide por su eficiencia en materia de seguridad. Y, aunque no sea lo más urgente, la imagen de la calle es lo más latente. Especialmente cuando la revuelta ha perdido su antiguo glamour para ganar ferocidad. Se ha proletarizado; es masiva y su fuerza ya no puede diluirse sólo a base de porrazos. Los violentos de Sants no son jóvenes engagé de la clase media. Si ocupan viviendas deshabitadas no es únicamente para difundir el flower power de otro tiempo. Muchos de ellos carecen de techo y se vinculan a sus entornos para legitimar su acción directa.

 
El movimiento okupa tiene el toque vecinal de los antiguos centros cívicos, pero está muy lejos del Berlín creativo de Kreuzbzer

El movimiento okupa tiene el toque vecinal de los antiguos centros cívicos, pero está muy lejos del Berlín creativo del barrio de Kreuzbzer, heredero intelectual del falansterio. Considera enemigos de clase a los animosos inquilinos de edificios singulares de distintas ciudades europeas que han tratado de remedar a la Bauhause de Walter Gropius. Los activistas de ahora se lamentan antes de inventar. Se sienten desamparados por un régimen oligárquico que restringe sus becas escolares y despoja a sus empleadores de la mínima capacidad para ofrecerles un puesto de trabajo.

En la calle alborotada anida el rencor. Detener sus efectos sin conocer sus causas puede resultar devastador. El palo sin zanahoria es un mal remedio. La represión selectiva de los que vulneran el código penal en nombre de los derechos sociales conquistados es un oficio muy fino; una destreza en la que no valen las leyes calamitosas del ministro Gallardón en su intento por domesticar al pequeño Thomas Hobbes que late en cada ciudadano. A Batlle le esperan momentos difíciles. Le han escogido para desactivar el polvorín.