Al final, un principio: el día que Aznar cayó del caballo
Las dos almas de la derecha española, la conservadora y la liberal, no han sabido encontrar un encaje con el que darle coherencia ideológica a ciertos principios que se repelen mutuamente
La reciente reivindicación del centro por José María Aznar es la constatación de que, pese a algunos loables intentos, más voluntarios que rigurosos, el desarrollo de un marco ideológico nacional e integrado sigue siendo la gran asignatura pendiente del conservadurismo español, cuyas contradicciones inherentes se han materializado en forma de tres ofertas políticas diversificadas, cuya fuerza parlamentaria es menor que la suma de sus partes.
Si nos atenemos a la literalidad etimológica de la palabra crisis (desagregación) es innegable que nuestra derecha se encuentra sumida en una, pero si entendemos ‘crisis’ como el primer paso a dar para acometer seriamente un análisis crítico, nos hallamos entonces ante una oportunidad para repensar el conservadurismo nacional.
Lo esencial del asunto es que las dos almas de la derecha española, la conservadora y la liberal, no han sabido encontrar un encaje con el que darle coherencia ideológica a ciertos principios que se repelen mutuamente.
Así, en su expresión elemental, el conservadurismo defiende firmemente los marcos normativo-culturales de las generaciones anteriores frente a la creación de nuevos por las actuales, y antepone determinados principios a la libertad, mientras que ésta es un valor absoluto de la ortodoxia liberal.
Así, el liberalismo promulga la libertad de culto, el laicismo, y la heterodoxia cultural, que chocan con el tradicionalismo ideológico, en el que la perspectiva religiosa es un elemento central cuya moral social pugna por incorporar a las instituciones jurídicas.
Es innegable que ambas vertientes de la derecha confluyen en algunas posiciones clave, como la defensa de la propiedad privada, del monopolio estatal de la violencia, y del capitalismo. En prácticamente todo lo demás, sin embargo, la brecha es considerable, porque se defienden visiones que se cancelan entre sí.
Esto es especialmente cierto cuando se trata de la interpretación más radical del liberalismo, que en décadas recientes ha ganado adeptos en España por la influencia anglosajona.
El marco teórico de lo que a partir de aquí denominaremos neoliberalismo, se imbuye de La ética protestante y el espíritu del capitalismo formulada por Max Weber, posteriormente articulada como teoría económica por la Escuela de Viena de Hayek, anticonservador confeso, y padre del neoliberalismo contemporáneo.
Si el conservadurismo acepta que lo transaccional desvirtúe lo ético, decaerá hasta convertirse en mera derecha mercantil
Consiguientemente, y a pesar de que el peso del calvinismo en pensamiento neoliberal ha sido atenuado por la influencia de discípulos del católico Sir John Dalberg-Acton, como Samuel Gregg, sigue siendo difícil conciliar las premisas del neoliberalismo con la tradición familiar, moral y cultural mediterránea, que España sintetiza como ningún otro país occidental.
Esto pone al conservadurismo español en la tesitura de apoyar al sistema económico cuyas dinámicas son las causantes del retroceso del tradicionalismo cultural y de la moralidad religiosa que los conservadores defienden no como opciones, sino como valores objetivos, como han puesto de manifiesto al votar en contra de leyes liberales como la del divorcio, la regulación de aborto, y más recientemente la de eutanasia.
Tal parece pues que el reto al que se enfrenta el conservadurismo español es que, para construir la ‘casa común’ de la ‘gran derecha’ necesita, primero, sintonizar con la ‘mayoría natural’ del siglo XXI, y después, persuadirla de que tiene un proyecto nacional que el neoliberalismo no vacía de contenido al separar no sólo la Iglesia del Estado, sino lo moral de lo político, haciendo prevalecer su idea principal, el individualismo metodológico’, según la cual el individuo deviene persona al margen del contexto social, en claro contraste con el concepto de ‘organismo social’ que caracteriza el pensamiento conservador.
En consecuencia, la noción de que el orden social se reduce al libre intercambio de bienes y servicios, que a la postre determinan el valor del individuo según su utilidad, pueda ser un sucedáneo a la actualización del pensamiento conservador, no resiste un análisis mínimamente serio, no sólo por estas contradicciones, sino porque algunos de los principios del libertarismo económico son tan simplistas que su aplicación causaría efectos contrarios a los pretendidos.
Tal es el caso del ‘principio de autopropiedad’, un presunto derecho natural que, llevado a sus últimas consecuencias, daría carta de naturaleza a la esclavitud voluntaria, al comercio de órganos, o al embarazo subrogado, convirtiendo a los cuerpos en productos.
Otro ejemplo es la banalización de la meritocracia, desproveyéndola de mecanismos positivos de garantía de igualdad de oportunidades, sin los cuales el acceso a la educación dependería de la clase social y los medios económicos disponibles, lo que en última instancia conduciría a algo muy parecido a un sistema de castas, fruto de la acumulación de poder por una oligarquía mejor educada que el resto de la población.
Todo esto, que es compatible con la idea de la predestinación del calvinismo antes aludido, casa poco y mal con la tradición cultural española. Y es que, en definitiva, si el conservadurismo acepta de grado que lo transaccional desvirtúe lo ético, decaerá hasta convertirse en mera derecha mercantil, con un discurso indistinguible del de un asesor financiero, y por lo tanto, a merced de los intereses de un mercado supranacional y despolitizado, para el que los valores son una rémora.