Ahora no toca
El desempleo, la precariedad, los impuestos, los derechos laborales, los copagos, la atención sanitaria, la educación, la dependencia, el déficit público, la protección de los consumidores, las tasas judiciales, la privatización de servicios públicos, los recortes en investigación, la corrupción, las matrículas universitarias, la normalización lingüística, las prestaciones por desempleo… El crecimiento de la desigualdad, el imperio de los poderes financieros sin control, el déficit democrático de las instituciones europeas… No hace falta seguir.
¿La existencia, diagnóstico y planteamiento de soluciones a estos problemas o conflictos varía si el jefe del estado es un presidente en vez de un rey? Efectivamente: no.
Las democracias modernas o son repúblicas o son monarquías parlamentarias. Si son repúblicas, el presidente puede tener poderes ejecutivos reales (Francia, por ejemplo) o no tenerlos (Alemania). Algunos países de la vieja Europa adaptaron sus viejas monarquías al sistema democrático, de forma que los reyes pasaron a ser figuras simbólicas. Vincularon, con éxito, tradición y continuidad con modernidad y legitimidad democrática. Así lo hicieron estados como el Reino Unido, Suecia, Holanda o Dinamarca, a los que nadie con un mínimo de cultura política podrá discutir pedigrí democrático.
En España, cuando a la muerte de Franco se restauró la democracia, había que ser muy iluso para creerse que también se podría restaurar la fórmula republicana. Así lo entendieron todas las fuerza políticas y agentes sociales que protagonizaron aquel gran pacto político plasmado en la Constitución de 1978. Aquel gran consenso que permitió a España iniciar el mejor periodo de su historia en paz, estabilidad y progreso. El rey Juan Carlos jugó un papel clave en ese momento histórico para que la vuelta al sistema democrático fuera pacífica y auténtica. Y la democracia española se articuló como monarquía parlamentaria, con un rey que reina pero no gobierna. O, lo que es lo mismo, con un jefe de estado casi simbólico, porque quien rige los destinos del país es el gobierno salido de las urnas.
Y escribo “casi” simbólico porque la Constitución le otorga el mando supremo de las Fuerzas Armadas, que no es cosa baladí. Una prerrogativa excepcional gracias a la cual no cuajó el golpe reaccionario del 23-F y nos libramos todos de un más que probable conflicto civil. No se olviden estas cosas, que no sólo de elefantes vive el hombre y fue el rey, y no el espíritu santo, quien paró el golpe. La historia es así.
Si es una cuestión sólo simbólica, que no afecta a la orientación de las políticas reales, ¿Por qué un sector de la izquierda (oportunistas del PSOE incluidos) se empecina en una batalla absurda sobre un tema que quedó resuelto en la Constitución? Una de las obsesiones de los constituyentes para pactar un texto válido para todos los españoles fue resolver la cuestión de los símbolos (bandera, la forma de Estado) que tantos conflictos inútiles y enfrentamientos habían generado en etapa de la II República. “La cuestión no es monarquía o república, sino dictadura o democracia”, sentenció en 1978 Santiago Carrillo con su habitual clarividencia.
Guste o no a la izquierda y a los nacionalistas, bajo una monarquía constitucional ha vivido España la mejor etapa de su historia, se ha descentralizado el Estado y se han reconocido las nacionalidades históricas hasta niveles cuasi-federales que muy pocos pudimos soñar (en Galicia, desde luego). Estabilidad, concordia y gran aceptación popular de la figura del rey.
En los últimos tres años la monarquía, al igual que las demás instituciones (los partidos, los sindicatos, los parlamentarios, los concejales, la Comisión Europea) ha perdido prestigio y autoridad moral. Aún así, la valoración popular, según el CIS, sigue muy por encima, por ejemplo, de partidos y sindicatos. ¿Suprimimos partidos y sindicatos?
No toca desmontar lo que no funciona bien, sino corregirlo. Es un despropósito plantearse la forma de Estado cada 20, 30 o 40 años. Ninguna democracia lo hace. Y si se quiere plantear, se requiere reformar la Constitución, algo que se ha de defender con mayorías en el Congreso, no por la vía de la manifa a las 20.00 en la Puerta del Sol, pásalo. En democracia las respectivas voluntades se miden en las urnas, no por la cantidad de amigos en feisbu, ni por el número de guasaps o de tuits.
El esfuerzo por salir de la crisis deja demasiadas víctimas en el camino. Pero más dejaría si a los múltiples frentes abiertos le sumásemos ahora la inestabilidad que generaría nada menos que la revisión de la forma de Estado (que después, a su vez, habríamos de revisar cada cuatro años, al cambiar de presidente, porque siempre habría monárquicos pidiendo un referéndum). “Ara no toca”, que diría Jordi Pujol. Demasiados problemas reales en las calles como para añadir otro nuevo de esta envergadura que, al fin y al cabo, no afecta para nada, para nada, a la vida de los ciudadanos.
Las izquierdas harán bien en intentar seducir a los votantes con soluciones alternativas a las políticas que se están aplicando, hacer algunos arreglitos en la propia casa y no jugar irresponsablemente con los símbolos, que es tan fácil como inútil para el personal. Aunque entretiene, eso sí.