Ada Colau en el disparadero

Ante los graves disturbios ocurridos estos días en el barrio de Gràcia, la alcaldesa de Barcelona Ada Colau puso en cuestión la actuación de los Mossos d’Esquadra: «Pedimos proporcionalidad, tal y como ya hicieron las entidades de vecinos», proclamó durante la lectura de la declaración institucional que abrió el pleno municipal de este viernes.

Que la alcaldesa de una ciudad se dedique a reprender a la policía e impida la intervención de la Guardia Urbana en el escenario que es de su competencia para no desgastarse es, sencillamente, inmoral. Esconderse detrás de los vecinos, pura mentira. Tomando prestado lo escrito por Sergi Pàmies en La Vanguardia, la trampa dialéctica más habitual entre los izquierdistas es equiparar la legitimidad del activismo frente a la ilegitimidad corrupta de la autoridad policial. ¡Qué barbaridad!

Colau sigue la tónica que ha caracterizado a su gobierno desde que accedió a la alcaldía barcelonesa un año atrás. Los apologetas de la alcaldesa la comparan con Pasqual Maragall, lo que es una exageración en todos los sentidos, intelectual y políticamente hablando, sobre todo.

Además, se supone que el propósito de Colau al presentarse a las elecciones era enterrar el modelo Barcelona que impulsaron los socialistas y que otros ayuntamientos copiaron a pies juntillas. No importaba de qué color fuese el partido que adoptaba el modelo porque al fin y al cabo se convirtió en un ejemplo de política «transideológica». Colau no era de ese mundo pero hoy gobierna con el apoyo de esa gente y de algunos de sus antiguos votantes.

Maragall puso en marcha un modelo de ciudad que iba acompañado de eso que se ha dado en llamar «gentrificación». Maragall propuso recuperar los barrios emblemáticos y centrales de la ciudad con la «expulsión» de los vecinos pobres que fueron substituidos por pijos de izquierda que podían pagar la rehabilitación de los viejos edificios.

Esa política cambió el aspecto de Barcelona y sedujo a un sinfín de arquitectos y urbanistas, entre ellos a muchos de los que ahora jalean a Colau y comparten la crítica a lo que hace años denominé teoría del cáncer. ¿Se acuerdan de la polémica sobre las plazas duras? ¿Quién compró los pisos rehabilitados de la plaza Real? Oriol Bohigas, gurú de Maragall en muchos aspectos, aún vive ahí. Colau decía combatir esa Barcelona y está resultando ser su caballo de Troya.

La Barcelona olímpica se fraguó así, como la regeneración del distrito de Ciutat Vella: «La teoría del cáncer –escribí en 2011– consiste en eso, en invertir mucho dinero para instalar grandes equipamientos en una zona empobrecida con el objeto de regenerarla y atraer a un nuevo tipo de vecinos. Los equipamientos son, por lo tanto, el cáncer, y los nuevos vecinos, que deben tener un alto poder adquisitivo, la metástasis».

Xavier Trias, a quien deberíamos llamar ‘el breve’, heredó lo que planificaron los socialistas e incluso lo empeoró. Priorizar la reforma de la Diagonal en plena crisis económica fue un desvarío que le costó bastante caro, especialmente porque los desahucios ya afectaban a los vecinos de los barrios populares sin que el Ayuntamiento tomase cartas en el asunto. En una ciudad donde salió más gente a la calle contra la guerra de Iraq que en ninguna parte del mundo, todo buen político debería saber gestionar las emociones de los ciudadanos. La decadencia de Jordi Hereu empezó en la Diagonal y su referéndum fallido y Trias cavó su tumba en la misma avenida.

Ada Colau creció políticamente en el activismo que se oponía a la gentifricación de Barcelona. La rudeza de sus declaraciones contra la ‘chusma’ municipal y los ‘poderes mafiosos’ que influían en la toma de decisiones de los políticos y les alejaban de la voluntad popular, le sirvió para proyectarse como alternativa al statu quo municipal. PSC, CiU y PP eran casi la misma cosa: los ‘partidos del régimen’, la casta que debía ser barrida del mapa.

Dejando a un lado lo que es obvio, que esa ecuación es facilona e inexacta, lo peor es que con esa exageración pretendía esconder que sus aliados políticos, ICV-EUiA, formaron parte durante años, tantos como el PSC, del gobierno municipal que diseñó la «ciudad de los prodigios» que denunciaba la PAH. El actual concejal de vivienda del Ayuntamiento, el catedrático Josep Maria Montaner, es un buen ejemplo de ello, como Joan Subirats, Jordi Borja o Zaida Muixí, académicos de la escudería postcomunista que vive de asesorar gobiernos al mismo tiempo que los critican. El acercamiento al PSC, se siente donde se siente Collboni para disimular, lo corrobora.

BComú ganó las elecciones municipales por los pelos y Xavier Trias no supo gestionar su derrota. Debería haber dimitido pero en su partido aún están esperando que dé un digno paso atrás. La noche del día de las elecciones digirió mal lo que estaba pasando, pero estos días, cuando se está comprobando que Ada Colau es lo de siempre pero con demagogia de por medio, va y el ‘señor’ de Barcelona se mete en un lío descomunal. Trias se come el marrón de las atrocidades de los incívicos de Gràcia y con sus declaraciones naif permite a Colau salir de rositas del monumental lío que han armado organizaciones izquierdistas que actúan impunemente desde hace años.

Gràcia es el village barcelonés pero pronto dejará de serlo si los alternativos se dedican a destrozar coches e intimidar a los vecinos ante la pasividad de las autoridades municipales, de la ciudadana alcaldesa Colau, como la califica a menudo su teniente de alcalde, el peronista Gerardo Pisarello.

Él es el urdidor, junto a Jordi Martí, exsocialista y actual gerente del Ayuntamiento con Colau, de la alianza entre BComú y el PSC para asegurar una mínima estabilidad al Gobierno municipal. Les falta aún la mayoría y la CUP les escupe en la cara con la misma impunidad que algunas de sus organizaciones asociadas justifican la violencia callejera con la típica verborrea de los iluminados.

El periódico laborista inglés The Guardian se preguntaba el otro día sobre si Colau es la alcaldesa más radical del mundo. Leído el artículo, uno se da cuenta de que ese izquierdismo se sostiene en la más pura formalidad: rebajarse el sueldo y cambiar de coche. Incluso sus críticas al turismo de masas, cuyos efectos negativos se pueden ver todos los días en los alrededores de la plaza Sant Jaume, el Born o la Barceloneta, son formales. Nada ha cambiado en 365 días, aunque la sensación de impunidad –de los manteros o de los okupas– invita a pensar que estamos peor. Barcelona huele a cloaca y los colauistas afirman que huele a colonia.

El autor del reportaje, Dan Hancox, quien recurre al mito de Puig Antich y a las antiguas movilizaciones anarquistas del siglo XIX para explicar el fenómeno Colau sin prestar atención a las grandes movilizaciones soberanistas de los últimos años, como si éstas no hubieran existido, sin embargo trata de arrojar luz sobre un dilema sin resolver en torno a la alcaldesa: ¿será capaz de poner en práctica, desde el más alto sillón de mando en Barcelona, las ideas radicales que ha defendido antes y durante su estancia en el consistorio?

Ahora Colau se enfrenta a la ira de algunos de sus potenciales votantes mientras la oposición pierde la oportunidad de asestarle un buen golpe porque Trias sigue sin dejar paso a las nuevas generaciones convergentes. Colau está en el disparadero y nadie ahonda en sus contradicciones para poner en jaque su demagogia.