Acerca de la política de comunicación de Rajoy

La cultura política española reciente ha creado, a falta de otras cosas más ingeniosas y productivas, una serie de muletillas en las que apoyarse y que aunque no sirven para mucho permiten al menos superar el trago de una rueda de prensa difícil o una reunión con militantes ávidos de soluciones sobre «lo suyo». 

Una de ellas es la de la política de comunicación, lugar común ampliamente transitado por presidentes de Gobierno y alcaldes, ministros y hasta dirigentes locales de bajo vuelo. La usó Zapatero y la ha sacado ahora a relucir el inerme Rajoy. 

Se trata, en definitiva, de achacar los fracasos electorales o anticipadamente las malas expectativas que se desprenden de los sondeos a una mala comunicación: hemos hecho mucho y muy bien, pero no lo hemos sabido comunicar, no lo hemos explicado como deberíamos y, claro, la gente no ha premiado nuestros esfuerzos y resultados.

La cantinela, si no estuviera tan manida, aún tendría alguna efectividad. Pero el problema, como está comprobando el propio Rajoy, es que ya no convence ni a los suyos. La cuestión, aseguran cada vez más militantes y próximos escépticos ante esa excusa, no es que comuniquemos mal si no que no tenemos qué comunicar, no hay un discurso político que trasladar primero a nuestro cuerpo electoral y luego al conjunto de los ciudadanos.

Y, sin embargo, la tentación de enrocarse en esa monserga es tan potente que a día de hoy sigue siendo la explicación del actual presidente de Gobierno a los pésimos resultados cosechados en Andalucía y a las pobres perspectivas que les auguran en los comicios locales y autonómicos del próximo ayo, en los que podrían perder las muy importantes plazas de Madrid y Valencia, entre otras.

Me recuerda a veces Rajoy a Montilla. De éste se decía al conquistar la presidencia de la Generalitat que era un hombre reservado, dueño de sus silencios, propietario de una mirada penetrante e impenetrable, gran gestor y líder nato de equipos desde la firmeza; la antítesis, vamos, del folclore a que nos había acostumbrado Maragall y de las virtudes de encantador de serpiente de Pujol. Con el tiempo descubrimos que no es que Montilla fuera ese retrato descrito antes, si no que sencillamente no tenía nada que decir. Sólo cuando hablaba, añorábamos sus silencios.

De Rajoy se ha dicho que no es un político impasible, sino un magnífico gestor de los tiempos, que su gran fortaleza y virtud son su capacidad para mantenerse firme al timón sorteando las tormentas que le salen al paso, que se acaban diluyendo como azucarillos en agua ante su pausada pero constante acción de gobierno. Hasta que se lleva la corriente, como está sucediendo, y empezamos a descubrir que, como Montilla, son reyes desnudos, vacíos, que no es que la ciudadanía no sepa apreciar sus virtudes.

Este martes se reúne el máximo órgano del PP entre congresos: su Junta Directiva. Un apunte previo, curioso nombre para un colectivo que hace dos años que no ha sido convocado; debe ser difícil dirigir de esta manera. En esa reunión, los populares pueden seguir creyéndose su propia perorata o dar un giro al volante para intentar recobrar la iniciativa política ante un electorado se les está escapando de las manos 

No. El PP no tiene un problema de comunicación, sino de política. Ha llegado hasta aquí Rajoy convencido de que la recuperación económica y las buenas cifras macro de las que podría alardear le mantendría en el poder sin más sobresaltos, especialmente ante el descuajaringue de su principal rival tradicional, el PSOE, y no ha sabido leer las alertas que numerosas encuestas le hacían llegar, anunciándole entre otras cosas la crisis del bipartidismo.

Frente a los continuos avisos, Rajoy ha seguido cabeza alta, mirada al frente, sonrisa medio reprimida de niño sabiondo, repitiendo hasta la saciedad que estamos creciendo y que él está para defender la Constitución. Se ha equivocado profundamente. Ese discurso está ya más que amortizado. 

Los ciudadanos, y una parte creciente de sus propios electorales, siguen esperando un alegato creíble contra la corrupción, no entienden su errática política ante temas sensibles como el aborto o las víctimas del terrorismo y empiezan a pensar que en la vigorosa recuperación económica tiene más que ver con la caída del precio del petróleo, la de los tipos de interés y el cambio del euro respecto del dólar que con sus medidas. Sobre todo cuando ve a un ministro de Economía, como Luis de Guindos, más preocupado porque no le salpiquen sus peligrosas amistades o por su futuro en Europa que por las consecuencias en materia de desigualdad social y empobrecimiento de las clases medias.

Por no hablar de Cataluña, donde la miopía y falta de relato del líder del PP tiene como muestra un botón escandalosamente llamativo: Alicia Sánchez Camacho, el particular Juanma Moreno de los catalanes, la política más desprestigiada en el país que sigue cómodamente instalada y bien asegurada en su cargo mientras sea una destacada palmera del líder máximo.

Si esto es lisa y llanamente un problema de comunicación, la Junta Directiva, el máximo órgano de los populares entre congresos, puede seguir de excedencia una temporada más. Siempre sería más cómoda esa situación para los dirigentes del PP que tener que escuchar, como ocurrió en el último Comité Ejecutivo del PP, a Mariano Rajoy tener casi que gritar: ¡Que hable alguien!  

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