A Mascarell, «¿por qué no lo echan?»
Ferran Mascarell tiene un problema. No le entienden. Allá donde va, no acaba de conectar. Tal vez sea su oratoria, más directa y clara cuando habla en catalán, que cuando se comunica en castellano. Quizá su tono de voz, que acostumbra a ser bajo. A Mascarell le gustan los días grises, los brumosos, los que apuntan lluvia, e invitan a una cierta melancolía. Eso debe ser.
El caso es que este jueves, Mascarell, delegado del Govern de la Generalitat en Madrid, quería agradar con un mensaje de concordia, con la idea de que «en la política española falta ideas y sobra épica». Mascarell, ex socialista, apostó por llegar a grandes acuerdos, pero parte de una premisa que el mundo político y económico en Madrid no puede compartir.
El delegado del Govern en Madrid protagonizó un desayuno informativo en Madrid, en el Nueva Economía Fórum, presentado por José María Lasalle, secretario de estado de cultura, una de las no tan jóvenes promesas del PP, –que gusta en Barcelona– y casado con la diputada del PSOE, Meritxell Batet, catalana y defensora de un proyecto federal para España. En la mesa central se encontraban políticos de todos los partidos, salvo del PSOE, curiosamente, con Francesc Homs a la cabeza, y con la presencia también de miembros del Govern, como el conseller de Salut, Antoni Comín, un gran cómplice de Mascarell cuando los dos compartían intereses en el PSC. No faltó el hombre de La Vanguardia en la capital, Enric Juliana.
Mascarell aseguró que la política «es noble» y que en España se ha dejado pasar el tiempo sin resolver los problemas de fondo. Se refirió una y otra vez a la «baja calidad» de la democracia española, y afirmó que ahora votaría, si pudiera, por la independencia de Cataluña, aunque se sentía socialista y federalista. En algunas mesas, más alejadas de la central, se comenzaron a escuchar voces, comentarios, que denotaban un gran malestar. «Por qué no lo echan?, es impresentable», pudo escuchar este cronista, a medida que Mascarell insistía en que no ha habido acomodo para Cataluña, en que el movimiento soberanista lo han protagonizado «las clases medias y trabajadoras de Cataluña, gente que tiene criterio».
A pesar de sus formas suaves, que se convirtieron en silencios, porque Mascarell tuvo una pequeña bajada de tensión, la conexión con sus interlocutores no se acabó de producir. Y eso que el delegado de la Generalitat quiso apostar por el diálogo, por una solución acordada, lo mismo que pretende Francesc Homs, el hombre de Convergència en Madrid, que estuvo acompañado por otro de los diputados clave de CDC, Carles Campuzano, y por Jordi Vilajoana, el alfil de Artur Mas que se quedó en Presidencia con Carles Puigdemont.
Se podría decir que Mascarell no genera química en los foros públicos. Le pasó una cosa similar en un acto organizado por Foment del Treball en octubre pasado. En aquella ocasión se trató de un diálogo en el Palau Macaya, un símbolo del modernismo, con César Antonio Molina, ex ministro de Cultura en la última etapa de gobiernos socialistas, y con el escritor Antoni Puigverd. Mascarell creó un gran malestar, con una nutrida representación de la sociedad civil catalana.
Sin inmutarse aseguró que no se produciría ninguna ruptural emocional en el caso de que Cataluña lograra la independencia. Tras mostrar su preocupación por ello, por parte de César Antonio Molina, Mascarell respondió que él tenía vínculos familiares en Francia, «que es otro estado» y que no se había roto nada. Esa frialdad creó anticuerpos, y, tras otra frase, «España acepta la democracia, pero no la diferencia», la bronca fue en aumento.
Mascarell no conecta. El soberanismo en Madrid, aunque se explique en voz baja, no se entiende. En gran medida porque parte de supuestos agravios que pocos ven en la capital de España. Agravios que tampoco convencen a una buena parte de la sociedad catalana, que el independentismo no ha logrado, todavía, abrazar. ¿Quién se equivoca?