Con la misma contundencia con que debemos criticar las actuaciones de hackers informáticos y otros especímenes, como los que firman bajo la marca Anonymous y se dedican a boicotear páginas web, defiendo y muestro mi más absoluto apoyo a Julian Assange, el hasta hace poco portavoz de Wikileaks, ahora encarcelado.
Desde Economía Digital, lo tenemos claro: estamos ante uno de los más formidables scoops de los últimos tiempos y el cerco que está sufriendo Assange constituye un auténtico acoso a la libertad de expresión, cuya resolución sentará un valioso precedente para el futuro de los medios. Si pierde Wikileaks, perderemos libertades. Si gana, Internet habrá dado un nuevo e importante paso para consolidarse como una herramienta poderosísima a favor de un mundo más democrático y transparente.
Y es que la información que están publicando El País, Le Monde, Der Spiegel, The New York Times y The Guardian, a partir de la documentación aportada por Wikileaks, contiene, más allá de las cuestiones más frívolas e intrascendentes como la consideración que determinados líderes políticos merecen al servicio exterior de los Estados Unidos, graves denuncias sobre actos que deberían ser investigados y, en su caso, llevados o revisados ante los tribunales, como, por ejemplo, las supuestas actividades ilícitas de Pfizer en Nigeria, presiones intolerables sobre fiscales o jueces o ventas de armas que debieran ser analizadas en las organizaciones internacionales.
En definitiva, unas revelaciones con las que soñamos, o deberíamos hacerlo, todos aquellos que decidimos en un momento determinado ser periodistas y que justifica nuestra profesión: desvelar aquello que el poder no quiere, llevar ante los ciudadanos para que sean ellos los que en última instancia juzguen las informaciones, las motivaciones, los métodos de actuar… que están detrás de lo que a simple vista se nos ofrece. Y esto no tiene nada que ver con la seguridad de un Estado, ni de la diplomacia internacional.
La información desvelada por Wikileaks no pone en jaque absolutamente a ningún estado, nadie es más inseguro hoy que antes de las filtraciones. Si acaso, algunos personajes quedan más ridículos o inmorales, pero nada que ver con la seguridad nacional de ningún país.
Entonces, ¿de qué estamos hablando? Pues, sencillamente, de la libertad de expresión, o si ustedes prefieren generalizar: de las libertades. Porque por lo que el stablishment está molesto es por lo que protege precisamente la primera enmienda de la Constitución de los Estados Unidos y que es, ni más ni menos, que la libertad de prensa, la garantía básica de las sociedades democráticas, aquello que define justo la barrera entre aquellos estados en los que soberanía reside en los ciudadanos y aquellos otros en los que el poder se circunscribe a determinadas élites, cuyo poder se basa en la información, el dinero, las armas o lo que sea.
Internet está haciendo cada vez más difícil el sostenimiento de estos últimos sistemas. La información vuela a través de las redes sociales, sin necesidad de que ningún editor autorice su publicación. Los jóvenes británicos que protestan contra la subida de tasas universitarias no necesitan sindicatos que les convoquen para congregarse y expresar su profundo malestar, más visible aún cuando en su camino se cruza el coche del príncipe Carlos y su consorte Camilla. Como no necesitan en principio partidos que les movilicen los iraníes o chinos que protestan contra sus respectivas dictaduras. La red está cambiando profundamente el actual escenario de relaciones sociales y el periodismo va a ser uno de sus grandes beneficiarios y, por ende, la sociedad.
O no. Si los que en estos momentos están intentando por todos los medios minimizar todo lo posible el impacto de las revelaciones exclusivas facilitadas por Wikileaks, encarcelar de manera ejemplarizante a sus responsables y acabar con el incipiente brote de rebelión que vive la red se salen con la suya, la libertad de expresión habrá sufrido un duro golpe.
Esas infames ruedas de prensa, cada vez más frecuentes, en las que se prohíbe preguntar a los periodistas, esos políticos prepotentes del “avui no toca” y esos periodistas conformistas que prefieren callar y copiar, más identificados con un papel de cómplices que con el de testigos incómodos de los cambios sociales, se sentirán más legitimados, aunque menos libres.
Como recordaba hoy el propio diario El País, en 1971, “dos funcionarios… entregaban al The New York Times 7.000 páginas de la agenda oculta de diferentes administraciones sobre el conflicto de Indochina que dejaban al desnudo las mentiras de cinco presidentes sobre la guerra de Vietnam.” Richard Nixon intentó frenar su publicación, aplicándoles la ley de Espionaje, y consiguió una primera orden judicial favorable, pero el gran rival del NYT, el The Washington Post, apoyó la apelación al Supremo y los medios ganaron la batalla. Al parecer en la sentencia había una frase como ésta: “Sólo una prensa libre y sin restricciones puede revelar honestamente los engaños del Gobierno”. Ahora vuelven a intentarlo.