2050 pinta mal
Desde que a finales del siglo XVIII se inaugurara una época en la forja de un hombre nuevo desde el estado y las autoridades, el futuro prometeico es algo recurrente. La posmodernidad tan solo ha añadido el empeño de impulsar una ciudadanía ejemplar
El documento del Gobierno sobre la Agenda 2050 es pura diversión si no fuera porque estos tipos van en serio. Permítanme llamar “tipos” a los gobernantes que nos hemos dado. Mientras lo leía iba haciendo una especie de jueguecillo mental: replicar a cada propuesta con las actuales acciones gubernamentales. Y es que no me digan que cuando ven, negro sobre blanco, aquello de “Conquistar la vanguardia educativa”, no se les aparece la jeta, entendida como sinónimo de cara, de Celáa anunciando que los alumnos podrán no sólo pasar de curso con asignaturas suspensas sino también acceder a las pruebas EBAU.
O, ¿acaso no resuenan en sus cabezas los malabarismos argumentales -y sentimentales- sobre los indultos a golpistas cuando ven que pretenden un “desarrollo territorial equilibrado, justo y sostenible”? Sin ir más lejos, puede que incluso se hayan detenido a meditar el objetivo de “reducir la pobreza y las desigualdades” mientras hacen tiempo para que sea medianoche y poder poner la lavadora.
Con estos mimbres, es lógico que las primeras reacciones a las casi 700 páginas del informe fueran las de acusar al Gobierno y sus asesores de “vendehumos”. La incapacidad manifiesta para gestionar el presente y sus vicisitudes -agravadas por una pandemia, eso es innegable- pueden hacer pensar en una huida hacia adelante, en la orquesta del Titanic tocando jazz mientras el barco se hunde. Sin embargo, a nadie se le escapa que el texto, plagado de eufemismos y de conceptos de sesión de coaching, es un preámbulo a la implantación a las exigencias del Foro Económico Mundial.
Sin dinero pero con «satisfacción vital»
Nos dicen, a calzón quitado, que “a partir de cierto nivel de ingresos el bienestar subjetivo no se incrementa (efecto saciedad)”. Échense mano a la cartera y repitan cien veces al día que tendrán menos pero su grado de satisfacción vital aumentará un barbaridad. Si no funciona, no se preocupen, la turra va a ir en aumento y en 2050 ya habrán asimilado que sus ingresos van a ser reorganizados y que el tufillo comunistoide que desprende el asunto son imaginaciones suyas, o que, cuanto menos, es por su bien.
Porque esa es otra. Pedro Sánchez recalcó en la presentación de la Agenda 2050 que se trataba de un proyecto colectivo para decidir qué país queremos ser dentro de 30 años. Un hito en la democracia, un ejercicio conjunto de prospectiva estratégica. Y lo pueden hacer ustedes sin aprobar la secundaria, no se quejen.
En el propio documento aparece varias veces la idea de “consenso”; se trata tan solo de propuestas preliminares que pretenden suscitar un debate que llegue, incluso, a nuestros hogares. La realidad es que no sabemos en qué momento vamos a poder negarnos a este pastiche entre despotismo ilustrado y mesianismo que dirige nuestro porvenir.
Desde que a finales del siglo XVIII se inaugurara una época en la forja de un hombre nuevo desde el estado y las autoridades, el futuro prometeico es algo recurrente. La posmodernidad tan solo ha añadido el empeño de impulsar una ciudadanía ejemplar. Tenemos, por tanto, precedentes de que estas cosas siempre han acabado regular.
¿El cambio climático? El culto apocalíptico
A vueltas con el mesianismo, la sostenibilidad -junto con la igualdad y la resiliencia- se nos presenta como el nirvana, aquello a lo que hemos de aspirar y por lo que hemos de sacrificar tanto, incluido el paladar. Ésta cobra especial importancia en el apartado del cambio climático. Sin habernos repuesto de que el Gobierno afee a las Escrituras que nos abocaran a un futuro sin esperanza: “El Apocalipsis predefinía un desenlace terrible e inevitable del que la humanidad no podía escapar”, asistimos a un quítate tú pa’ ponerme yo para presentarnos su propio fin del mundo.
Que los humanos somos una plaga para la Tierra es un mantra insidioso (la propaganda comenzó hace 50 años) y efectivo: nos hace, falazmente, responsables de un deterioro del planeta que no depende de nosotros –sino fundamentalmente de la temperatura de la superficie del sol- pero a la vez conmina a nuestro ego a participar de lo que una élite de “expertos” dice, formando parte de la redención aún a costa de las propias libertades y derechos.
El culto apocalíptico está servido y no tiene nada que ver con reducir la contaminación y amar la naturaleza, algo que puede hacerse sin medidas histriónicas que nos lleven a distopías alimenticias o de medios de transporte.
“A vueltas con el mesianismo, la sostenibilidad -junto con la igualdad y la resiliencia- se nos presenta como el nirvana, aquello a lo que hemos de aspirar y por lo que hemos de sacrificar tanto”
Se ufana Sánchez de que la noción de progreso (nacida en el seno de la Ilustración) y de ideologías que soñaban con un mundo más justo, libre e igualitario nos permitieran liberarnos de la concepción de la historia humana como una decadencia. Se olvida Sánchez de que este cuento ya lo hemos leído.
No sólo en la Ilustración, sino previamente en el Renacimiento y posteriormente en los años 60 del siglo XX. Históricamente son períodos que esconden una deslegitimación de valores judeocristianos con el fin, aparente, de liberar de cadenas morales o culturales. La realidad es que el enfoque marxista y relativista reprograma a sujetos con ideologías que asfixian su existencia.
Quizá por ello, Miguel Delibes, ilustre ecologista, por cierto, en su discurso de 1975 de recepción en la Real Academia Española decía que “si progresar, de acuerdo con el diccionario, es hacer adelantamientos en una materia, lo procedente es analizar si estos adelantamientos en una materia implican un retroceso en otras y valorar en qué medida lo que se avanza justifica lo que se sacrifica”. No sé si muchos queremos que la resiliencia y la sociedad “neutra en carbono” (sic) le coman la tostada a la belleza y a la libertad.
Un futuro pobre y cursi
El epílogo de la Agenda 2050 se titula Redescubrir el optimismo. El futuro es afectado, suavón y viene cargado de revoluciones simbólicas. Puede que logren sus pretensiones de que no poseamos nada pero, por su parte, parece claro que no están dispuestos a desprenderse de la cursilería.
Los españoles de hoy vivimos, de media, 36 años más que nuestros abuelos- reza el documento del Gobierno. La mía murió a los 92. Qué largo se me va a hacer esto.