15M: muerto el perro, no acabó la rabia

 

Los graves altercados producidos esta semana cuando unos cientos de agresivos manifestantes trataron de impedir la entrada de los diputados autonómicos en el Parlament de Catalunya han firmado seguramente la sentencia de muerte del movimiento del 15M, una explosión espontánea de rechazo a un establishment político y económico que en cuanto ha tenido oportunidad les ha pasado factura… y de qué manera, sólo hace falta repasar el tono de la mayoría de informaciones publicadas.

Y, sin embargo, nada que no fuera predecible. Precisamente en la espontaneidad de ese movimiento radicaba una de sus virtudes, pero también su caducidad. El hecho de que fuera capaz de expresar y simbolizar con rostros humanos el descontento creciente hacia la política, tal y como se hace, que las encuestas del CIS dibujaban sondeo tras sondeo era la base de la simpatía que despertó en amplias y heterogéneas capas sociales que se pudieron sentir identificadas con lo que ese movimiento representaba.

En paralelo, el hecho de que estuviera al margen de cualquier institución, de que fuera prácticamente contra todas, de su origen en las hoy aún difusas redes sociales, aventuraba su carácter efímero, una explosión de malestar que debía culminar como máximo en la fecha electoral del 22 de mayo, pero que una serie de circunstancias y la voluntad de algunos irreductibles acabó alargando unos días más, hasta que grupos cada vez más reducidos y escasamente representativos de nada, como no sea de ciertas modas, robaron un protagonismo que no les correspondía.

¿Muerto el perro, se acabó la rabia? Quién lo puede saber. El 15M tiene una posibilidad de éxito futuro, de trascender el éxito fugaz que alcanzó en sus primeras dos semanas sorprendiendo a propios y extraños por su capacidad de convocatoria y la determinación de sus seguidores: que en los partidos, sindicatos, organizaciones sociales actuales, u otras que aparezcan nuevas, germine entre sus dirigentes más inquietos, menos conformistas, esa exigencia de reforma que se reclamaba en las principales plazas españolas.

Porque más allá de los actos de unos cuantos, lo que de verdad importa, lo que de verdad tenía de importancia el 15M era el memorial de quejas y agravios que sintetizaba ante una deriva sociopolítica que no es sostenible. Y eso permanece: una clase política autoblindada, privilegiada, impasible ante unas cotas de abstención que deberían cuestionar su representatividad; que practica con desparpajo sorprendente una doble moral, que aprueba leyes que después ellos mismos incumplen, o crean organismos cuyo funcionamiento pervierten a las primeras de cambio, como por ejemplo en la Comisión Nacional de la Energía, órgano teóricamente independiente, pero que no se renueva porque como se presume que va a haber pronto un cambio de poder en Madrid pues el PP no quiere que le pille con una Comisión donde no tiene la mayoría… ¿Pero no tenía que ser independiente?

Una clase política, en definitiva, que ha perdido la iniciativa en el terreno económico frente a los mercados y que se percibe claramente por la mayoría de la población como excesivamente condescendiente con los poderosos. Una crisis económica dura y duradera, también de valores, que empobrece a las clases medias y genera desigualdades difíciles de soportar… Todo esto permanece, y es lo que alimentó el 15M. De la capacidad de los dirigentes políticos para reconocer las causas del malestar profundo que invade a una parte nada desdeñable de la población, de liderar políticas regeneradoras y emprender reformas ambiciosas del sistema depende la salud de la democracia. En caso contrario, quizás sólo quede aspirar a que una nueva ola de crecimiento económico superlativo nos conduzca inexorablemente al mundo feliz que anhelamos.

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