Desde finales de marzo, en el local de la Gran Vía barcelonesa donde había estado la librería Ona, viene funcionando Zeruko. O, mejor dicho, una sucursal de Zeruko, un conocido bar donostiarra distinguido varias veces con los premios a los mejores pintxos de la capital guipuzcoana.
Han conservado las vidrieras de la entrada y del fondo de los bajos, donde está la cocina. En el altillo han montado uno de los comedores y han dejado parte de las paredes con ladrillo a la vista.
Ese aspecto, más la utilización intensiva de la madera para barra, mesas y sillas da un aire como de taberna –vasca– de diseño. Los empleados, todos muy jóvenes, hablan un catalán con fuerte acento norteño.
Lo visité un día y me quedé en la barra; comí a pie derecho. Cinco pintxos, dos cañas y un café: 30 euros, lo que me pareció caro. Vaya por delante, que si pedí cinco tapas es porque no son precisamente gigantescas.
Así que volví al cabo de unos días para hacerme una idea más precisa del asunto. Me encontré con que el local, a diferencia de mi primera incursión, estaba prácticamente lleno.
La carta es corta, de taberna. Irán ampliando las referencias, me dijeron, hasta alcanzar las 90 que tiene la casa madre, conforme se vayan aposentando.
Todo se sirve en forma de pintxo o tapa. Y en medio de esa oferta, hay dos o tres propuestas –chuletón, arroz con almejas– se pueden servir como platos. Además, el menú del mediodía, a 15 euros, da la posibilidad de comer a precio fijo un aperitivo, un plato y un postre.
El mundo del taperío vasco ha incorporado lo último de la cocina, incluida la tecnoemoción. Zeruko no es menos, y también la emplea. De hecho, habíamos pedido un tartar de atún para compartir, pero tras las explicaciones del camarero sobre su elaboración decidimos dejarlo correr. En su lugar, un ceviche de pulpo, que era original y sabroso y una tosta de bogavante, muy rica: sólo le sobraba el pan tostado sobre el que reposaba, demasiado duro.
Y después pedimos un arroz con almejas —«clásico donde los haya», dice la carta-, pero cuando lo vimos llegar como un arroz hervido, blanco, nos quedamos de una pieza. Me acordé de un simpático bilbaíno que siempre que le ofrecían merluza contestaba: «No, hombre, no; que no estoy enfermo».
Cuando le preguntamos al camarero si no le ponían azafrán dijo que como había una baja en la cocina, las cosas ese día iban manga por hombro. ¡Qué consuelo! Total, que nos lo comimos, y me quedé la receta por si un día me pongo mala del estómago.
Luego fuimos a por los postres, muy logrados. Una torrija estupenda y un helado de chocolate cremoso. El café Lavazza bien servido, como un ristretto.
Habíamos tomado unas cañas Keler, la cerveza vasca; correctas. Y luego pedimos un garnacha blanca August Look al que faltaba temperatura, y que cuando la alcanzó se dejaba beber. Pagamos 17 euros, frente a los 7,10 quye cuesta en la Viniteca. Les Crestes, un tinto del Priorat que era la otra opción valía 24,60, mientras en la tienda cuesta 14,75.
La oferta de vinos, que tampoco es demasiado amplia, resulta interesante. Incluye propuestas de casi todas las denominaciones –incluido el txakolí, claro–, con un par de champagnes y varias etiquetas de nivelazo, como Flor de Pingus, Vega Sicilia y el toro Alabaster.
Nos costó 44 euros por persona, lo que sigue siendo caro. Sobre todo teniendo en cuenta que la cosa no acabó de estar a la altura y que la nota incluía el tartar de atún tecnoemocional que nunca llegamos a pedir.
La fórmula Zeruko tiene cosas de interés, como las tapas hechas con una pequeña porción de chipirones en su tinta con arroz blanco o el trozo de solomillo con foie y reducción de jerez. Pero la experiencia fue, en su conjunto, un pequeño desastre.