Tragaluz, el primer restaurante del grupo
Passatge de la Concepció, 5www.grupotragaluz.com93-487-06-212
Tragaluz es el buque insignia del grupo de restauración del mismo nombre que nació de la iniciativa de Rosa María Esteva y de su hijo Tomàs Tarruella en 1987. Lo que empezó con un local de bocadillos muy celebrado en la época, el Mordisco, se ha transformado en un imperio al que pertenecen 16 establecimientos –entre ellos el Hotel Omm– de varias ciudades, incluso con intereses en México. Factura unos 50 millones al año.
El Tragaluz es el primer restaurante de esta familia y se montó en 1991 en una casa señorial del pasaje de la Concepció, uno de los lugares más agradablemente céntricos de la ciudad. El mismo donde viven el Petit Comité y Boca Grande, otras dos ofertas sólidas.
No hay ninguna razón más allá del despiste que justifique que esta enseña aún no haya aparecido en Mesa de Negocios, cuando sí lo han hecho otros de sus hermanos. Se trata de uno de los restaurantes más frecuentados por los empresarios que se mueven por el Eixample.
Toma el nombre de los techos abiertos a la luz del primer piso y del altillo del edificio, donde están los comedores. Enormes claraboyas cubiertas por persianas de madera y vegetación que tanto al mediodía como por la noche te sitúan en algo parecido a un patio. Los ventiladores colgados del tragaluz acaban de dar el toque mediterráneo.
En las paredes aún quedan restos del mural de Mariscal, diseñador de los interiores. La sombra de aquella Barcelona olímpica. Posteriormente, Sandra Tarruella pasó a encargarse de los decorados de todos los establecimientos.
Así que me presenté allí el día de Sant Jordi, a sabiendas de que sería complicado. La presencia de familias, incluso con niños, era muy superior a la habitual. En una de las mesas, Borja Thyssen con su esposa Blanca y las tres criaturas de la pareja, más la doméstica, daban cuenta de su almuerzo cuando llegué.
Me habían hecho la reserva para las tres con la idea de doblar las mesas, lo que me pareció comprensible siendo el día que era y estando donde está el local. Lo consiguieron parcialmente. Como ya me conozco el paño, acudí a las dos y media; y me senté enseguida.
Las mesas, vestidas con mantelería de lino bien planchada, están suficientemente separadas como para no oír a los vecinos. Y el servicio es atento.
Se trata de un lugar agradable en el que se puede comer a satisfacción eligiendo de una carta más que breve, ecléctica, sin grandes pretensiones. Una treintena de posibilidades de platos del momento, entre los que por supuesto figuran los clásicos de la cocina mediterránea. Todos ellos apetitosos y de aceptación universal. Creo que es en parte el secreto de su éxito: una oferta que no se complica la vida, que es eficaz en un ambiente muy cómodo; y un poco pijo, quizá.
Mientras mirábamos la carta, tomamos una caña Heineken en perfectas condiciones. Se me reían los huesos saboreándola y pensando en cómo estaba de atestada en esos momentos la Rambla de Cataluña a unos metros escasos, con miles de personas tras la rosa y el libro.
Pedimos unas verduras –mil y una verduras– a la plancha con algo de salsa japonesa y unas croquetas de jamón, excelentes los dos entrantes.
Mi acompañante optó después por un esteak tartar con tres mostazas, muy bueno según me dijo. Por mi parte, di cuenta de un arroz meloso de cigalas: de esos que te dejan un buen recuerdo, tanto por el plato en sí como por la frescura del crustáceo. El grano un poco entero, pero hecho, como debe ser.
Dado que era superfestivo en Barcelona, fuimos a por el postre. Unas fresitas con crema y pimienta, sensacionales. Pero con el carpaccio de piña y helado de lavanda pinché: lo congelan para cortarlo con más comodidad, y luego no había dado tiempo a que volviera a la temperatura ambiente. No lo pude acabar, un detalle que no pasó desapercibido a la camarera. Me propuso que eligiera otro, invitación que rechacé; ya era tarde. Lo quitó de la cuenta.
Como era el día de Sant Jordi, Tragaluz regaló a cada comensal una rosa peculiar: Rosita d’ivori, una cerveza artesanal afrutada que se elabora en Tarragona. Un detalle.
Habíamos bebido un tinto que me encanta, Orto –Montsant– del 2013 muy rico en su modestia, aunque la botella tenía un ligerísimo toque de corcho; tan ligero que a la segunda copa había desaparecido. Nos la bebimos.
La carta de vinos está un poco más arriba que la de platos. Quiero decir que sin llegar a esos despliegues enormes de algunos lugares, es de las que permiten un viaje amplio. Casi todas las denominaciones, con una buena selección y el detalle de adherir la etiqueta junto al nombre y al precio para facilitar su identificación.
La carga mínima es el 100%, como pasa con el Orto, que pagué a 19,90, cuando en bodega marca 9,90; o en el Marc Blanc, del Empordà, que cuesta 17,60, frente a los 8,90 de la tienda. Conforme la cosa sube de categoría, el castigo es menor. Así, el Castillo d’Ygay 2005 sale por 83, mientras en bodega está a casi 60.
El Bracafé que nos pusieron, rico y a temperatura adecuada.
Pagamos 50 euros por persona, que no es barato, pero sí equilibrado. Y para ser el día que era (se les saturó la TPV inalámbrica por sobrecarga en la red) y que sólo fallara el postre -–con buena y rápida respuesta por parte de la camarera– es meritorio. Prueba superada.