Piratas, una oferta singular

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Desde hace 23 años, Lluís Ortega tiene abierto un local en una zona de Barcelona fronteriza entre el antiguo barrio logístico de los transportes por carretera, en torno a la estación del Nord, y la nueva Villa Olímpica, muy cerca también de los Encants. En los últimos tiempos ha tenido la suerte de que a escasos metros de su casa, donde antes había descampados y viejas fábricas ruinosas, se levantaran el Treatre Nacional de Catalunya y el Auditori.

Probablemente, las nuevas infraestructuras culturales de la ciudad le han dado un empujón considerable, y ha podido pasar de lo que era una taberna singular a un restaurante casi de culto para muchos de sus clientes.

Para empezar, Piratas es un restaurante sin cocina, al menos a la vista. Me refiero a que los platos se preparan en otro lugar y que allí reciben el último toque. Cuando repasas la carta lo entiendes, porque la base de su selecta y breve oferta está compuesta por marinados, escabeches, fiambres y cocciones muy breves. Todo manejable desde una salamandra. De hecho, las herramientas con más volumen del local son un enorme cortafiambres de charcutería y el atril donde descansa el libro de reservas.

Ortega se ha decorado su pequeño establecimiento con viejos cachivaches de la familia y otros que ha comprado en los Encants y en tiendas de brocanters para dar ese aire de piratería marítima, que no marinero. Sables, eso sí, una red en el techo, un gran cuadro donde se representa a un bucanero, un reloj antiguo. Incluso se hizo instalar una vieja puerta con ventanilla adosada en la pared que da acceso a los servicios.

La larga cabellera blanca del propietario y su poblada barba, junto a su vestimenta, recuerdan a los viejos hippyes ibicencos, aunque de esa tribu solo conserva la amabilidad y la bonhomía. Cuando entrega la carta se entretiene en describirte en qué consiste cada plato, como la rillerie, una especie de paté sin hígado hecha a base de carne de liebre, o el arroz refrito con sardina rebozada, uno de los más valorados por la clientela.

La primera parte de la oferta se llama Plan B y consiste en cinco posibilidades, desde la contundencia de los garbanzos con panceta, algo sosos, a la ensalada de colores. Después, la carta propiamente dicha, con el salmón como estrella –toro marinado, galtas con lentejas y tartar con tomate–, el foie con cebolla y reducción de vino dulce, magret de pato, muslos de codorniz en escabeche y una excelente relación de quesos españoles y franceses.

Los postres –cinco– son todos dulces, entre ellos una ensaimada rellena de crema. Los productos de las Baleares están presentes en el Piratas, porque algún plato se presenta con sobrasada. Incluso la cerveza de botella que ofrece es Illa, una artesanal menorquina suave, quizá la mejor de esta nueva generación que he bebido. El café, El Magnífico, está bien servido y tiene personalidad.

Lo que también tiene mucha originalidad es la carta de vinos, que no existe. El somelier te pregunta si blanco o tinto, y si te decantas por el primero te trae a la mesa ocho botellas vacías –de variedades distintas, una de ellas francesa y otra suiza– con sus respectivos cartelitos donde llevan el precio y te va explicando las características de cada uno. Cargan el doble, más o menos.

El Piratas no es barato, unos 40 euros de media, y, como queda dicho, tampoco tiene una gran oferta, pero si está bien seleccionada. Por ejemplo, en un plato sencillo como el de patatas con romescu y atún de conserva, este es de Brújula, probablemente la mejor marca del país. Ortega es un amante de las verduras y las hortalizas; procura tener siempre productos de la temporada, lo que es de agradecer. Así ocurre en el caso de los tomates, con los que siempre está la última.

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