Como gran parte de los buenos cocineros, Jordi Vilà es un hombre hecho a sí mismo. En su trabajo pesa mucho más la aportación personal que la experiencia adquirida, pese a que antes de independizarse pasó por los fogones de Jean Louis Neichel y de Jean Luc Figueras, entre otros. Y de que bastante antes de todo eso empezó a trabajar –a los 15 años- en la pastelería Baixas.
Se estableció por su cuenta a los 25 años. Y en Alkimia, a los 29. Abierto en el 2002, fue premiado tres años más tarde con una estrella Michelin. Y ahí se mantiene. Estos tiempos tan difíciles son una amenaza para la alta restauración. Por eso, la generación de Vilà, que creció y triunfó en la época de la eclosión gastronómica, está sometida a mucha presión.
Mantener precios y calidad es una asignatura difícil. Lo vemos en otros locales comparables, como Coure o Hisop, mientras sobrevuela el goteo de noticias sobre el cierre de restaurantes del postín.
Vilà es uno de los más activos cocineros de su edad. Alkimia es su casa, pero diversifica tiempo y talento en la dirección culinaria de otros lugares en Barcelona, como la Moritz, el Velódromo y el Saltimboca. Huye de los focos, pero en su caso es un objetivo difícil.
Los mejunjes
Pese a que el nombre elegido para este pequeño restaurante del Eixample puede sugerir cocina muy tecnificada y apoyada en las sustancias bullinianas que han permitido la extraordinaria evolución de texturas y sabores de la cocina tecnoemocional española, Vilà casi presume de lo contrario. Tiene mucho interés en alejarse de tendencias y de contratendencias. Lo único que reivindica es que siempre ha ido por su cuenta, a su bola. A pesar de sus esfuerzos, el paralelismo y las coincidencias con los cocineros coetáneos es de una evidencia meridiana.
Una de las características de su cocina es la preferencia por los productos del mar, no como estrellas por si mismas de sus platos, sino como la base sobre la que elaborar. Espardeñas (con careta de cerdo), erizos (con clara de huevo), pulpitos (con calçots o con guisantes), ostras (en escabeche, una de sus salsas preferidas).
Lo visité un viernes al mediodía, con casi todas las mesas ocupadas por nacionales. No había turistas, que son bastante habituales porque figura lógicamente en las guías de nivel. El local es de tamaño reducido, casi diáfano, en tonos claros; con cierta austeridad, parecido al Hisop, pero menos espartano. Elegancia contenida.
Tres ofertas
Ofrece un menú degustación –Alkimia-, una reducida y selecta carta, y el menú de mediodía. Nos decantamos por el último, a 38,5 euros, sin vino ni café. Al final pagué 60. No tiene cerveza de barril, así que me conformé con una mediana Epidor. Y para acompañar la comida un blanco Ekam, estupendo como siempre, a 33, frente a los 19 de la bodega; no llega al doble.
Tiene una buena carta de vinos, que empieza con cavas y champagnes, que quizá no responde a lo que alguien puede buscar en una estrellado Michelin, pero está muy bien. También dispone de una muy sugerente relación de licores.
El menú consiste en dos aperitivos, tres platos a elegir entre dos opciones y un postre. Antes de empezar sirvieron un agradable crujiente hecho a base de macadamias y al finalizar unos petit fours de bizcocho de café con almendras ligerísimo y una bola chupa-chups de chocolate blanco con fruta de la pasión.
Deconstrucción
Los aperitivos fueron una deconstrucción del pa amb tomaquet y longaniza, muy agradable aunque con algo de aceite, y el erizo horneado con una energética clara de huevo. Caballa en escabeche con miso y mostaza, y vermut en lugar de vino en la elaboración del encurtido, bueno según mi acompañante. Yo me incliné por las alcachofas con rócula y jamón.
De segundo, coincidimos en los pulpitos con calçots y salsa de anchoa, originales y sabrosos; la plancha había subrayado su personalidad. En el tercero también convenimos en la lubina –muy en su punto- sobre una salsa de naranja y legumbres. El segundo y el tercero, lo mejor de la comida.
El postre consistió en pera escalibada con queso y sorbete de leche de oveja con coco; y yogur con frutos rojos. El café, El Magnífico, muy bueno, aunque para mi gusto se le notaba el viaje desde la cafetera hasta la mesa. Ese día hacía mucho frío.