¿Y ahora, qué? Atentados, lecciones y el coraje para aplicarlas.
Los atentados de Barcelona y Cambrils han dejado lecciones que invitan a la reflexión colectiva
No se sabrá nunca quien pronunció el primer “no tinc por” en Barcelona, pero surgió de la gente corriente. Gente dispuesta a anular el propósito del terrorismo, causar terror, y superar el miedo –que, por supuesto, existe– con el valor que de quien se sabe entre vecinos, sin bandos ni banderías. Una serenidad firme y desafiante –“no tinc por”– subrayada por quienes llenan de nuevo Las Ramblas.
La experiencia enseña que tragedias como las de los últimos días abren un breve periodo en que se suspenden las inercias en la conciencia y en la política de las sociedades afectadas. Se vio en París, en Londres, en Berlín… El impacto emocional desencadena una reacción elemental y atávica: solidaridad, búsqueda del amparo en el grupo, deseo de conjurar en común el horror, desafío… Y necesidad de unidad y liderazgo.
La matanza de Las Ramblas se produjo en un momento de creciente tensión en Cataluña; una espiral hacia la anunciada conflagración independentista del 1 de octubre. Por la mañana se hablaba del artículo 155 de la Constitución; seis horas después, Gobierno central y Generalitat trabajaban mano en mano, sin muestras de rivalidad o afán de protagonismo, para afrontar la mayor crisis terrorista sufrida desde el 11 de marzo de 2004.
El impacto emocional desencadena una reacción elemental: solidaridad, búsqueda del amparo y necesidad de unidad
Las disonancias a esta suspensión temporal del enfrentamiento entre administraciones, instituciones, partidos y dirigentes de todo signo han sido las esperables: la CUP, que atribuía el ataque “a las lógicas de capitalismo”, los tertulianos y blogueros apocalípticos en sus tribunas digitales y las tóxicas criaturas anónimas de las redes sociales.
Los demás, con escasas excepciones, se han desempeñado mejor de lo que el ambiente político permitía esperar. Ante todo, los Mossos d’Esquadra, un cuerpo frecuentemente cuestionado, que ha afrontado una prueba de gran exigencia con eficacia táctica (mostrada nuevamente el lunes al abatir a un último terrorista en Subirats), capacidad de investigación y una encomiable política de comunicación.
Los políticos de Madrid y Barcelona han aprendido las lecciones del 11-M: no mentir; informar –o decir por qué no se puede dar información– mostrar compasión, prudencia, unidad… Y, sobre todo, no instrumentalizar a los muertos, porque, como descubrió José María Aznar, será castigado duramente por la sociedad.
El departament de Interior, a través de su titular y del major de los Mossos, Josep Lluís Trapero, han aplicado esas lecciones, como han hecho también las ‘instancias superiores’. Tras una primera reacción a través de Twitter, Mariano Rajoy se esforzó visiblemente por desplegar los recursos del estado y trasladarse con los miembros relevantes de su Gobierno a Barcelona sin robar el protagonismo competencial a la Generalitat.
El 11-M dejó muchas lecciones: no mentir, informar, mostrar compasión y prudencia
Carles Puigdemont, el Govern y los dirigentes institucionales soberanistas lo comprendieron. Se han sucedido las escenas de cortesía y reconocimiento mutuo –visibles, incluso, en el lenguaje corporal de Rajoy y Puigdemont. Igual ha ocurrido en las múltiples apariciones del Rey Felipe VI y la Reina Letizia, rodeados no solo de cordialidad institucional sino de muestras de aprecio popular.
La CUP, ese isótopo radioactivo que deforma la política catalana, ha detectado igualmente, aunque con alarma, la necesidad ciudadana de unidad. No puede tolerar que la cúpula del procés y Rey de España –que también es Conde de Barcelona— marchen juntos el próximo sábado bajo el lema ‘no tinc por’. Esa imagen rebate su permanente afirmación de que una España negra, depredadora e insensible es la enemiga de Cataluña.
Carles Puigdemont, calificó de “lamentable” la postura de los radicales. Hablando con Ana Pastor en La Sexta el domingo por la noche, Puigdemont, a que quien el que suscribe ha calificado en más de una vez de «primer propagandista del procés”, dejó de serlo y actuó como president de todos los catalanes: “esta manifestación no tiene reservado el derecho de admisión; a esta manifestación debe venir todo el mundo».
La consigna de evitar fricciones se ha hecho evidente hasta en la manera en que se han neutralizado los roces derivados de una situación compleja. Como la prematura afirmación del ministro de Interior, Juan Ignacio Zoido de que la célula de Alcanar estaba ya “desarticulada” o la distinción de su homólogo de Govern, Joaquím Forn, inveterado independentista, entre muertos “catalanes” y “españoles”, asumiendo que el DNI determina los sentimientos de las víctimas. En ambos casos, Gobierno y Generalitat se abstuvieron de polemizar, algo impensable hace apenas una semana.
Carles Puigdemont ha actuado como president de todos los catalanes
Si el estamento político ha separado, al menos en público, los ataques terroristas del proceso independentista, no ha ocurrido lo mismo en el universo mediático de la capital española. Las cabeceras más agresivas –ABC, La Razón o los digitales conservadores más conspicuos— aprovecharon para vincular procés y atentados. Y lo hicieron también diarios como El País y El Mundo. El primero, bajó eventualmente el tono respecto de su primer editorial del 19 de agosto, en el que se congratulaba de que Rajoy que encabezara la “supervisión” de las operaciones antiterroristas en Cataluña. El segundo, en cambio, afirma que la prioridad dada por la Generalitat a la inmigración islámica está en la raíz de lo ocurrido.
Tampoco se ha hecho sangre sobre fallos de inteligencia (quizá porque ningún cuerpo se seguridad está a salvo de cometerlos); sobre que el imam radical de Ripoll, Abdelbaki Es Satty, no estuviera previamente controlado; o sobre que no se detectara la compra de los componentes del explosivo TATP o la acumulación de más de 100 de bombonas de butano que explosionaron en Alcanar.
La furgoneta que segó a los paseantes de Las Ramblas ha creado lo que los médicos llaman un efecto paradójico: obligar al gobierno catalán a ejercer, a tiempo completo, su obligación primordial: gobernar. Y la Generalitat de Carles Puigdemont lo ha hecho con tino al actuar con arreglo a la letra y espíritu del Estatut que la designa como ‘Administración Ordinaria del Estado en Cataluña’ (DA 6ª). El Ejecutivo central también supo desempeñar su papel: asegurar que las acciones policiales en Cataluña se solapan con las del conjunto de España; aportar recursos sensibles (bases de datos internacionales, información de confidentes y agentes infiltrados, acceso a inteligencia exterior) y proyectar hacia el exterior una España eficaz y sensible hacia las víctimas.
La ciudadanía quiere seguridad; no solo contra el terror, sino sobre su futuro
La decisión de mantener la alerta antiterrorista en el nivel 4 –aunque notablemente reforzado— denota el empeño por no implicar a las Fuerzas Armadas. El despliegue del ejército en Cataluña en vísperas del 1-O es algo que Rajoy ha preferido evitar. Además de dar argumentos al independentismo más radical, el Gobierno y el Govern saben que hay mucho en juego para España y Cataluña: turismo, inversiones, prestigio institucional y peso en los organismos internacionales.
La interrupción del pandemónium que ha dominado Cataluña durante los últimos años se producido por el golpe de una de los fenómenos más crudos del mundo actual. Sería simple creer que quienes hace una semana estaban resueltos a llevar hasta el final sus intenciones renuncien ahora a sus posturas. Pero es menos ingenuo extender unos meses –quizá hasta final de año– la tregua política sobrevenida estos días para examinar con nuevos ojos tres realidades que se han hecho evidentes.
La primera, que la ciudadanía quiere seguridad; no solo contra el terror, sino sobre su futuro. Los atentados recuerdan que la inestabilidad y la división debilitan ante ambos. La segunda, entendimiento: la ausencia de enfrentamientos y la colaboración sin condiciones de estos días deberían sugerir a ambas partes –Gobierno e independentismo– que un diálogo sin apriorismos puede ser la vía hacia un entendimiento aceptable. No sobre un destino final sino sobre el principio de un nuevo proceso, legal y asumido por todos.
Y finalmente, una catarsis: renunciar al extremismo. En su versión más enajenada conduce a la destrucción y a la muerte. En nuestra vida política, el fundamentalismo político impide la racionalidad, anula el consenso y secuestra la posibilidad de gobernar para todos. Son conclusiones sencillas, posibles corolarios, que los políticos de todos los signos y niveles de responsabilidad tienen –justo ahora– una breve oportunidad de aplicar. Se lo deben a los muertos. Y si ignoran esas lecciones, se lo harán pagar los vivos.