Trump espolea el debate pendiente en España y el resto de la OTAN
El nuevo orden mundial ni es nuevo ni ordenado: lo único seguro es que los riesgos se multiplican y que su naturaleza es global
La llegada de Donald Trump obliga a Europa a enfrentarse a su gran cuestión pendiente: la seguridad y defensa. Ya no se podrá aplazar en España el debate que todos han eludido hasta ahora. Habrá que tomar decisiones y asumir los costes que implica sentarse en la mesa principal de la Unión Europea (UE). La ufana sonrisa de Mariano Rajoy en su cena de ingreso, la semana pasada en Versalles, al directorio ‘de facto’ de la UE, junto a François Hollande, Angela Merkel y Paolo Gentiloni, durará poco cuando se inicie el camino que lleva a doblar en ocho años el gasto militar.
En 2014, la OTAN acordó que todos sus miembros llegarían al menos al 2% del PIB en una década. Para España, eso supone pasar –en números gruesos— de los 7.000 millones actuales (algo menos de 1% del PIB) a 14.000 millones.
Hasta ahora, ese compromiso se había traducido en un ‘veremos’ opcional: únicamente cinco de los 28 socios atlánticos superan el 2% y, de ellos, solo los Estados Unidos (EEUU) y el Reino Unido son militarmente relevantes. Francia se acerca (1,7%), pero la pudiente Alemania permanece en un modesto 1,2%, que calma a los que recelan de un durmiente gen prusiano pero irrita a quienes más les cuesta pagar.
Trump presiona para que la UE pague su parte de la OTAN
En su primera visita al cuartel general aliado, el nuevo secretario de defensa estadounidense, John Mattis, dejó claro que Trump no admitirá más excusas: paguen su parte si quieren que sigamos en Europa, vino a decir. María Dolores de Cospedal, que explora con tiento de zapador el perímetro de su nuevo cargo, jugó a novata con el secretario general de la alianza: ¿las misiones españolas en el exterior, pueden contarse como parte del pago?. Jens Stoltenberg, sin mucha delicadeza, le informó que ser socio implica desplegar tropas y, además, pagar ‘cash’.
El mundo vive nuevas agresiones los ataques cibernéticos, el crimen organizado y el terrorismo radical.
El debate político sobre seguridad y defensa –y su reflejo mediático y ciudadano– pasará a primer plano con la discusión de los presupuestos. Cuando ocurra, no serán solo las magnitudes económicas las que aticen el disenso. Como ocurrió hace tres décadas con el referéndum de la OTAN o hace tres lustros con el «no» a la guerra, aflorará de nuevo el contraste entre utópicos y realistas; entre quienes creen que el mundo es un lugar de esperanza y quienes lo consideran un ambiente hostil.
Bienvenidos al mundo tripolar
Las circunstancias, sin embargo, son en gran medida inéditas. El viejo enfrentamiento entre bloques desapareció con la URSS hace un cuarto de siglo. El mundo es hoy tripolar, con vértices en Washington, Moscú y Beijing. Hasta el pasado noviembre, Europa daba por hecho que EEUU mantendría su papel de contención frente a una Rusia cada vez más asertiva en reclamar su ‘exterior cercano’. La irresuelta ambigüedad de Trump hacia Vladimir Putin y la tentación aislacionista americana obligan ahora a la UE a asumir un grado mayor de responsabilidad.
La cumbre europea del pasado jueves y viernes ya abordó la cuestión. Y la del 25 de marzo en Roma lo hará de nuevo. Preocupa particularmente la creciente inestabilidad en los Balcanes meridionales, donde Rusia y Turquía influyen con creciente intensidad en unos países que no esperan gran cosa de la UE. Los viejos fantasmas del paneslavismo y del choque entre islam y cristianismo ortodoxo suscitan temor entre quienes no olvidan la historia.
Las nuevas amenazas del siglo XXI
Los riesgos colectivos del siglo XXI son híbridos, al igual que las respuestas que exigen. A los conflictos ‘calientes’ –la anexión rusa de Crimea y sus incursiones en el sureste de Ucrania— se suman otros procesos en curso que, objetivamente, son también agresiones: los ataques cibernéticos, el crimen organizado (a menudo apoyado por servicios secretos hostiles) y el terrorismo radical.
Todas esas amenazas han crecido durante la última década, algunas exponencialmente, en el conjunto de Europa. Y todas, salvo una violación terrestre del territorio, afectan a España de manera crucial. El Gobierno ha iniciado la revisión de la estrategia de seguridad nacional formulada por última vez en 2013. La nueva versión que acuerde el Consejo de Seguridad Nacional –que preside de oficio Rajoy— deberá concretarse en una nueva directiva nacional de defensa que sustituya la vigente de 2012.
Las abultadas facturas militares
El alcance práctico de la directiva, y el grado de cumplimiento con lo que la UE y la OTAN esperan, dependerá del dinero. Las cuentas del Ministerio Defensa para este año prevén un aumento de más de un 30%, hasta los 7.558 millones de euros. La cifra, sin embargo, es engañosa, puesto que incluye los plazos pendientes de los Planes Especiales de Armamentos (PEA) de hace más de una década. El ministerio de Pedro Morenés no los incluía en el presupuesto y los pagaba con créditos extraordinarios que ahora ha prohibido el Tribunal Constitucional.
Cospedal deberá seguir pagando los PEA como el ‘Eurofighter’, los aviones de largo radio A400M, las fragatas F100, entre otros programas iniciados en época de José María Aznar. Pero, al tiempo, aumentar la dotación humana y material por encima del máximo gasto previo a la crisis. Sólo llegar al umbral 2% obligará a sumar al presupuesto unos 1.700 millones cada año hasta 2024.
El reto no será solo para el Gobierno, sino para el conjunto de las fuerzas políticas españolas. La posición de los partidos no puede estar determinada por visiones de izquierda o derecha, o de etiquetas de palomas ‘buenistas’ frente a halcones belicistas. Lo que está en juego no son doctrinas políticas, sino la respuesta conjunta de la UE a la pugna por ganar zonas de influencia en el continente y la defensa ante un terrorismo radical que previsiblemente aumente con el regreso de los ‘yihadistas’ derrotados en Irak y Siria.
Nuevas tensiones con Rusia
En todos los escenarios, España estará llamada a contribuir capacidades, recursos y músculo proporcionales a su peso. En primavera, fuerzas acorazadas –carros Leopardo y blindados Pizarro—se desplazarán a Letonia como parte de la operación con que la OTAN ha trazado en el Báltico una raya roja con la leyenda «no pasar». En respuesta, Moscú acaba de desplegar en Kaliningrado –su enclave entre Polonia y Lituania—una batería de misiles Iskander que, según la alianza, viola el tratado INF de 1987 que eliminó las armas nucleares de alcance intermedio en Europa.
La misión responde a los tiempos, que no son otros que la nueva guerra fría, acentuada a raíz de la anexión rusa de Ucrania de 2014. Y supone una escalada con respecto a los cazas F18 enviados a Lituania desde 2015 para participar en la policía aérea frente a las incursiones rusas. Ya no se trata de misiones políticamente correctas de interposición y de paz que concitan poca controversia. Se trata de despliegues de alto compromiso estratégico y político.
Pagar para pertenecer
Gastar más y hacerlo mientras la UE continúa exigiendo disciplina fiscal y de gasto es la fórmula perfecta para una larga borrasca política. A ello se añade el riesgo adicional de mandar más tropas, y más veces, a lugares cada vez más peligrosos. Es el coste de pertenencia al furgón de cabeza de una UE que, en su reinvención pendiente, tendrá que asumir –y pagar— su propia defensa.
Al gobierno le tocará impulsar el proceso. A las demás fuerzas, y a la propia sociedad, abordarlo. La pregunta es si lo harán doctrinariamente, actuando como si el mundo respondiera a los deseos, o con la fría mirada del analista de riesgos.