Sostenibilidad: más allá de la ideología
Que los partidos caigan positivamente en incongruencias ideológicas para definir su agenda ambiental y climática sería un síntoma de madurez política y aceptación de la complejidad del mundo en el que vivimos
Corría 2007 y un físico hasta entonces desconocido, José Javier Brey, salta a la fama por sus posturas negacionistas acerca del cambio climático. La sorprendente visión no pasó a la primera línea por su originalidad, sino por su filiación: este físico no era ni más ni menos que el primo de Mariano Rajoy, entonces líder en la oposición conservadora en España, y el cual asumió sus postulados. Esta fue una de las primeras veces que pudimos ver en nuestro país el fenómeno por el que nociones a priori científicas y técnicas como la sostenibilidad, transición energética o incluso cambio climático pasan a asociarse a una única tendencia política en el debate público. Que un tema tan sensible e importante para el porvenir de nuestro planeta y sociedad sea propiedad casi en exclusiva de una línea de pensamiento en particular resulta, además de injustificado, peligroso para la propia causa. ¿No debería la sostenibilidad ser un asunto transversal que preocupe a personas de todas las sensibilidades?
A día de hoy, los partidos que reconocemos como “de izquierdas” han apadrinado la lucha contra el cambio climático muchas veces como medio para llevar a cabo su agenda política, social y económica, en lo que se denomina el símil de la sandía: verde por fuera, roja por dentro. De hecho, no sorprende advertir en manifestaciones ecologistas banderas de otros movimientos asociados a la izquierda, desde la bandera arcoíris hasta la efigie del Che.
El movimiento ecologista contemporáneo está fuertemente ligado al conservacionismo inglés y americano del XIX que era, a su vez, profundamente elitista
Por el contrario, se puede apreciar que los partidos situados en el arco de liberal-conservador se sienten incómodos o perdidos al armar un discurso político verde convincente y atractivo para sus votantes, que lo identifican como parte de la narrativa progresista. Esto lleva a que, en el mejor de los casos, estos temas ocupen un lugar secundario y desganado dentro de su argumentario político, y en el peor a que se limiten a ridiculizar todo esfuerzo en pos de la sostenibilidad como un capricho de la izquierda moralista y postmoderna.
Lo curioso es que, si uno echa la vista atrás, observará que la protección del medio ambiente no siempre ha estado ligada a la causa progresista o de izquierdas. Como explica el escritor Charles C. Mann en The Wizard and The Prophet, el surgir del movimiento ecologista contemporáneo está fuertemente ligado al conservacionismo inglés y americano del siglo XIX que era, a su vez, profundamente elitista (pensemos en terratenientes conservadores que no quieren que la actividad humana perturbe el hábitat de sus perdices).
Los movimientos nacionalistas y fascistas tomaron el relevo, con el propio Adolf Hitler diseñando políticas para la preservación del medio natural que fueron de las más avanzadas de la época. En lo que parece una broma macabra de la Historia, la obsesión que Hitler, Himmler y demás mandamases nazis por el bienestar animal llevó a Alemania a ser la primera nación del mundo en prohibir la vivisección animal, por ejemplo, además de posicionar Alemania entre los primeros países en crear reservas naturales del mundo. Resulta representativo que August Haußleiter, destacado político nazi de la postguerra e inventor de lo que se vino en llamar ecofascismo, fuese cofundador del Partido Verde alemán.
Si bien en la cosmogonía nazi la naturaleza tenía un valor intrínseco y fundamental para su visión idealizada de la patria y de la raza, en el lado soviético esta no era vista más que como un medio para aumentar la productividad industrial y agraria. Esta visión se cristalizó en 1948 en el Gran Plan para la Transformación de la Naturaleza de Iósif Stalin, que promovía la construcción de macroproyectos hidroeléctricos o infraestructuras de regadío con un gran impacto ambiental muchas veces innecesario. No es casualidad que uno de los mayores ecocidios en la historia de la humanidad, el colapso ecológico del Mar de Aral en Kazajistán, ocurriese dentro de la Unión Soviética. Hubo que esperar hasta los años 60, con la contracultura, para llegar a la “alineación ideológica” en la que nos encontramos ahora.
En el contexto político actual, los partidos políticos parecen construir sus propuestas en materia ambiental más por la forma que por el contenido, o incluso simplemente razonando “a la contra” de lo que opine el otro. Si no, uno no logra del todo entender que la causa nuclear se haya convertido de un día para otro en un caballo de batalla de la derecha (cuando esta requiere de una fuerte planificación y participación estatal), y que los partidos de tradición socialista y comunista aboguen enérgicamente por la (mal) llamada agricultura ecológica, que genera un aumento en los precios de los alimentos que afecta sobre todo para las clases menos favorecidas.
Que los partidos caigan positivamente en incongruencias ideológicas para definir su agenda ambiental y climática sería un síntoma de madurez política y aceptación de la complejidad del mundo en el que vivimos. En España, sin embargo, la narrativa ecologista bebe de las posiciones del capitalismo woke estadounidense, y el escaso relato alternativo, desde la izquierda o la derecha, está construido como reacción a este, más que como construcción consciente. Este supuesto “consenso” sobre la sostenibilidad, puritano y oneroso, está siendo aprovechado por el populismo conservador para promover un negacionismo anticientífico sin complejos que identifica la Agenda 2030 como otro esfuerzo globalista más promovido por unas élites difusas. El fenómeno de Donald Trump, cuyos cuatro años en la presidencia de EE UU fueron una catástrofe para el liderazgo de aquel país en materia de clima, es un riesgo real al que nos enfrentamos ante falta de un discurso alternativo que funcione.
España podría amplificar su impacto estrechando lazos con Latinoamérica en los retos ambientales comunes
Hay muchas recetas que merecerían ser propuestas y discutidas, más allá de la discusión nuclear. Por ejemplo, frente a subsidios, un estado que facilite la innovación verde en la iniciativa privada; frente a la agricultura ecológica, ingeniería genética y agricultura de precisión; frente a discursos “veganos”, promoción de la ganadería extensiva como herramienta para preservar la biodiversidad y los sumideros de carbono naturales. Además, España podría amplificar su impacto más allá del insignificante 0,6% de emisiones de CO2 mundiales que emite, estrechando lazos con una región clave como es Latinoamérica en los retos ambientales comunes, reforzando de paso nuestra influencia en la región. Estas son ideas que podrían ser asumidas tanto por posiciones conservadoras como por progresistas que no se identifican con ese discurso importado.
Volvamos a 2007. Mariano Rajoy tuvo que rectificar con respecto a su primo, admitiendo que el “cambio climático es el mayor reto medioambiental al que nos enfrentamos”. Se le pasó mencionar que el reto también era económico y social. Para tamaño desafío, mejor más y mejores propuestas, que menos y tan malas respuestas.