Mundo humano artificial
Existe un distanciamiento cada vez más acusado entre el medio ambiente y nosotros; un divorcio muy caro o con unos costes que, muy probablemente y de seguir así, nos lleven a la ruina, no económica sino existencial
En nuestra dilatada historia como especie se puede describir un proceso en el que hemos pasado de vivir plenamente integrados con la naturaleza a que prácticamente estemos desconectados de ella. Solo hace falta fijarse en el modelo actual de ciudades para evidenciarlo, ya que, por ejemplo, en las mismas se contemplan los parques como vestigios o espacios de recuerdo de lo que es natural, frente al asfalto, el cemento y demás elementos artificiales entre los cuales se desarrollan la mayoría de nuestras vidas.
Incluso ya existe el concepto de “síndrome de déficit de naturaleza”, acuñado en 2005 por el escritor y periodista Richard Louv en su libro El último niño en el bosque, en el que afirma que buena parte de las enfermedades y los trastornos que sufren hoy en día los chavales que habitan en las grandes ciudades son una consecuencia del desapego y desconexión con el medio natural, abducidos por la tecnología y las redes sociales y haciéndonos menos sociales.
A este respecto recuerdo que, hace más de treinta años, un compañero paraguayo de la facultad contaba que en México DF habían decidido incluir en los zoos (otros vestigios o espacios de recuerdo de lo natural) a gallinas y vacas, puesto que los niños de una de las urbes más grandes del mundo pensaban que la leche se hacía en fábricas, lo mismo que un refresco; mientras que para ellos un pollo era lo que colgaba en las carnicerías o se asaba en las parrillas. Es decir, aquella juventud, repito que ya hace más de treinta años, no sabía que la leche la producían las vacas o que el pollo que se comían algún día tuvo plumas y andaba a dos patas. Por no relatar ahora los casos en que incluso resulta un reclamo publicitario apelar a, por ejemplo, “tomates con el sabor de antes”, “pan o masa madre de trigo no transgénico”, etcétera.
También nuestro patrimonio cultural está conformado casi en su totalidad por artificios, lo que algunos historiadores (Harari, Laín Entralgo, etc.) han denominado incluso como “ficciones”. Desde nuestra tecnología a los valores, creencias e ideologías; en general, lo que llamamos cultura es artificial, en el sentido de que no se da o produce naturalmente sino que lo hacemos, construimos o fabricamos nosotros.
Todo lo cual nos lleva a la conclusión de que vivimos en un mundo eminentemente artificial. Quizás demasiado y, por ello, nos pasan muchas cosas lamentables, como la actual pandemia del coronavirus o los efectos que estamos empezando a padecer (desde inundaciones a sequías o desertizaciones a deshielos) debidos al cambio climático provocado por nuestras acciones. Pues hasta del clima nos hemos ido separando, más allá de los aires acondicionados, calefacciones y demás sistemas que hemos creado para adecuar el ambiente en que vivimos a nuestros gustos.
De hecho, la Sociedad Geológica de Londres ha corroborado que “la erosión y la sedimentación causadas por la acción humana multiplican por 24 la generada por todos los ríos del mundo; el nivel del mar, que se mantuvo estable en los últimos 7.000 años, crece ahora 0,3 metros cada siglo y esta cifra se duplicará en ocho décadas; sus aguas, tras muchos milenios sin cambios, registran desde hace un siglo niveles de acidez inéditos; la concentración de CO₂ es la más elevada de los últimos cuatro millones de años, superior en 100 millones de veces a la que pueden causar todos los volcanes del mundo; y la tasa de extinción de especies se ha multiplicado hasta por 10.000”. Sin olvidar que todo ello nos perjudica directa e igualmente a nosotros.
Es decir, existe un distanciamiento cada vez más acusado entre el medio ambiente y nosotros. Un divorcio muy caro o con unos costes que, muy probablemente y de seguir así, nos lleven a la ruina, no económica (otra de nuestras ficciones culturales) sino existencial. Siendo que en el fondo y raíz de todo esto está lo que también se podría denominar como brecha natural, en consonancia con otro tipo de fenómenos descritos mediante el término brecha: digital, de género, económica, educativa, etcétera.
Brechas que parecen indicar una inclinación humana a no tener en cuenta, despreciar o, incluso, hacer desaparecer al que piensa diferente, tiene otro color de piel, otra lengua o cree en otro Dios o en ninguno. Siendo más todavía quienes suprimirían a todas las ratas, serpientes, arañas, moscas u hormigas del planeta. Una asepsia mal entendida en nuestras vidas y culturas que está produciendo unas alergias más allá de las gramíneas o del gluten, convirtiéndonos en unos bichos raros, en una especie desconectada de su entorno. Lo que, de seguir así, parece que nos lleva a vivir más artificialmente, a una vida cada vez más ficticia o, incluso, fingida, tal y como parecen apuntar la Realidad Virtual (RV), avatares, etcétera. De hecho, la denominada Realidad Aumentada (RA) no incrementa precisamente lo natural sino todo lo contrario, lo artificial.
Y ya empieza a haber consecuencias, como el elevado número de suicidios que se han producido en Japón porque las vidas en las redes sociales de muchos personajes famosos, la mayoría jóvenes, no lograban mantenerse debido al confinamiento por la Covid-19. País en el que también hay multitud de seguidores de una cantante virtual o “idol” llamada Hatsune Miku, que cuenta con clubes de fans y conciertos también en países como México, Estados Unidos, China o Taiwán. Mientras que cada vez aparecen más casos de personas que simulan aparentar ser otras en las redes para ganar seguidores o cometer todo tipo de fechorías.
Hasta la inteligencia humana empieza a ser cada vez más artificial (IA), no sé si en el sentido de que sean las máquinas las que también hagan el trabajo intelectual. Aunque particularmente esté a favor de las nuevas tecnologías y todo lo que suponga avanzar en nuestro desarrollo y conocimiento, sin embargo y en base a la referida desconexión con la naturaleza, puede que el transhumanismo del que se habla, en realidad apunte a hacernos cada vez más autómatas, tanto en las smart cities, como en nuestras burbujas individuales, con viajes, sexo, relaciones, entretenimiento y, en general, vida y existencia más virtuales que naturales. Incluso puede que, exagerando, el ideal humano para muchos sea no salir desde que nacemos de una incubadora artificial y que nos mantenga así hasta que desaparezcamos.
En definitiva, algo en línea también con lo dicho por Luciano Floridi, miembro del grupo de expertos en ética de la IA, creado por la Comisión Europea, sobre que “… la tecnología debe estar al
servicio de la humanidad. Pero también debemos tener en cuenta el medio ambiente, …, y sabemos cuánto ha sufrido el planeta debido a la obsesión de la humanidad por situarse siempre en el centro, como si todo tuviera que estar a nuestro servicio, Madre Naturaleza incluida”.