¿Están más evolucionadas las plantas que nosotros?
¿Qué resulta si comparamos nuestro papel con el de las plantas en este hogar común que es la Tierra?
Imaginemos que no pudiésemos movernos del mismo sitio a lo largo de toda nuestra vida. Expuestos además a las inclemencias del tiempo, sin posibilidad de refugiarnos o huir. Sin otros recursos salvo los que estuviesen disponibles en ese preciso lugar. Nos parecería imposible vivir así. Nada deseable ni mucho menos envidiable. En cambio, tal situación es en la que se desenvuelve la vida de todas las plantas de este planeta, incluidas las marinas o algas y cuyos máximos representantes son los árboles. Unos seres que, a pesar de esa situación vivencial que nos parece horrorosa a nuestras etnocéntricas mentalidades, resultan dignos de admiración y respeto. Incluso, tras ver el documental La genialidad de los árboles, de Emmanuelle Nobécourt (2020), se pueden plantear cuestiones sobre la jerarquía evolutiva, en la que nos solemos situar en la cúspide, y otras cuantas más comparando devenires existenciales de unas -las plantas- y otros -los humanos que nos llamamos sabios-.
Además de que existen y viven desde hace 400 millones de años y de que, seguramente, tengan más posibilidades de seguir existiendo en comparación, por ejemplo, con nuestra especie; resulta que las plantas han desarrollado unas estrategias existenciales que ya nos gustarían a nosotros. Como ser capaces de realizar toda su actividad, que es mucha, sin prácticamente gastar energía, ni degradar ni contaminar. Por eso una secuoya gigante, una de las especies más grandes del planeta, transporta todos los días entre dos y tres mil litros de agua a una altura media de 70 metros (equivalente a un edificio de unos 30 pisos), sin tener que utilizar artilugio o hacer esfuerzo alguno. Gracias a un mecanismo o tecnología natural difícilmente de igualar por nuestra parte y que me recuerda al trasvase de líquidos entre dos recipientes a través de una goma o tubo por el que se succiona al principio para crear el circuito; así las plantas también hacen que la savia suba, pues el vacío que dejan sus hojas al respirar hace de motor de elevación.
Cuando necesitan agua, las plantas pueden provocar que llueva soltando partículas con glucosa
Además y de manera especial, las plantas destacan si tenemos en cuenta que son quizás los seres más sostenibles del planeta; lo que nos sitúa en una clara posición de inferioridad a la hora de comparar la existencia de unas -las plantas- y otros -los sapiens-. Por ejemplo, recientemente se ha descubierto que, cuando necesitan agua, pueden provocar que llueva, soltando partículas con glucosa a las que se van pegando otras que hay suspendidas en el aire, mayormente de humedad, hasta que caen en forma de lluvia por el peso. Así, con agua y luz son capaces de alimentarse, formarse y, en todo este proceso, lo único que producen como desecho resulta que es el oxígeno vital que tanto necesitamos, pues sin él la atmósfera sería irrespirable para la mayoría de los seres vivos. Y por si esto fuera poco, resulta que también capturan el CO2 de su entorno y lo transforman en madera; limpiando con ello más de un tercio de estas emisiones nocivas y que tantos problemas están causando, principalmente por nuestra negligente culpa. Si lográsemos transformar el mayor contaminante actual del planeta en algo útil, entonces podríamos estar a la altura de estos seres tan geniales, eficientes y beneficiosos.
Un resultado evidente de la excelencia en su forma de vida son sus propias existencias, mucho más longevas que las nuestras. A diferencia de otras plantas que nacen y mueren cada año, los árboles -que son plantas gigantes- nunca dejan de crecer y, teniendo lo que necesitan (básicamente agua y luz), pueden vivir casi el tiempo que quieran. Por ejemplo, hay árboles vivos en la actualidad -los pinos bristlecone en las White Mountains de California- que nacieron cuando se hicieron las pirámides de Egipto, es decir, hace unos cinco mil años. Algo que ya nos gustaría a nosotros, siempre ávidos de una vida lo más larga posible. De hecho, exceptuando a los microorganismos, las plantas son los seres más antiguos del planeta, capaces también de vivir en casi cualquier parte del mismo gracias, precisamente, a su extraordinaria capacidad de adaptación.
También sorprenden por su consciencia e inteligencia, tal y como lleva manteniendo desde hace años el biólogo Stefano Mancuso, autor del concepto de “neurobiología vegetal”. Este profesor, de la Universidad de Florencia, sostiene que la inteligencia de las plantas no procede de un órgano, como solemos pensar en nuestro caso al ubicarla en el cerebro, y les atribuye capacidad de memoria, aprendizaje y comunicación. Así, utilizando pruebas del laberinto para encontrar comida, demostró que las plantas resolvían el camino mejor o más directamente -de hecho nunca se equivocaban de dirección- que -por ejemplo- el característico ratón de laboratorio. Además, las plantas perciben más cosas que los animales, como elementos químicos, campos magnéticos o eléctricos; siendo que una sola raíz, de las muchas que tiene un árbol, es capaz de procesar de forma continua y cómo mínimo 20 parámetros físicos y químicos diferentes. En cambio, no poseen cerebro para filtrar tanta información y ordenar el movimiento, porque no precisan desplazarse. Sus raíces, que suponen en volumen tanto como la parte visible de la planta, forman una especie de superorganismo inteligente, colectivo, actuando y dando respuestas coordinadas en grupo, como un ente superconectado, haciendo que su inteligencia esté a la vez en todas partes y sin que ningún órgano en concreto las controle. De hecho, se dice que una planta es toda ella su propio cerebro.
Las plantas se avisan unas a otras ante peligros a través de molécuas semioquímicas o feromonas que emiten al aire
También se ha descubierto que se comunican tanto por aire y tierra. Así y por caso, se avisan unas a otras ante peligros -como especies invasoras o depredadores- a través de unas moléculas semioquímicas o feromonas que emiten al aire; llegando a distinguirse, según recientes investigaciones, unos dos mil signos diferentes en este tipo de comunicación, algo prácticamente equivalente a alguno de nuestros idiomas. Además de formar una red interconectada con las raíces de otras plantas (“red micelial subterránea”). Por lo que están superconectadas y, prácticamente, cuentan con una internet mundial vegetal, mucho antes que nosotros y de la que todavía desconocemos su importancia biológica y ecológica.
Incluso, se puede decir que viven a la vez o entre dos mundos, sobre y bajo tierra. Siendo que tanto una forma de vida -la subterránea- como la otra -la de superficie- suponen un ejemplo encomiable de simbiosis con otros seres. Como por ejemplo con los hongos, que les indican por dónde extender sus raíces a cambio de los azúcares que sus anfitriones producen con la fotosíntesis. Extendiéndose la simbiosis -tan premiada por la evolución- a líquenes, insectos, pájaros y, en definitiva, todo un microecosistema encomiable.
En definitiva, la gran diferencia óntica o de forma de ser entre las plantas y nosotros es que, mientras ellas han hecho de sus límites una ventaja, nosotros parece que necesitamos superarlos, “romper barreras”. Además de hacer, en su caso, de la cooperación y del lema “la unión hace la fuerza” sus principios existenciales fundamentales. Algo claramente mejor que nuestro todavía característico mundo competitivo y plagado de enfrentamientos, regido por la ley del más fuerte. Cuando se sabe que naturaleza y evolución promocionan más a los entes que cooperan, entre ellos y su entorno, tal y como recalco en mi libro Guía existencial para (el) ser humano.
El caso es que mi percepción de las plantas ha cambiado, mereciéndome una admiración que, dentro de la consideración al medio natural, no tenía. De hecho, si Aristóteles, Da Vinci, Darwin, Einstein o Tesla son genios de referencia, ahora también incluyo a estos otros seres tan geniales.
Cada 15 segundos estamos acabando con un área de bosque equivalente a 10 campos de fútbol
La postdata es que, con todo este prodigio natural, por nuestra parte, es decir unilateralmente, seguimos tratando a las plantas en base a nuestro único y -por tanto- egoísta interés: granos, frutos, medicinas, madera, etc. Ello, además, con nuestras perniciosas formas de hacer; es decir, talando, quemando, esquilmando, destruyendo hábitats, cambiando el clima y, en definitiva, fastidiando existencialmente. De hecho, cada 15 segundos estamos acabando con un área de bosque equivalente a 10 campos de fútbol (13 millones de hectáreas al año), liberando además todo el CO2 que la madera había almacenado poco a poco, más el que se desprende de la descomposición de las raíces muertas. Ya que no solo nos cargamos troncos o la parte visible sino también la subterránea, de igual volumen y que, conjuntamente, conforman uno de los microecosistemas más variado (biodiversidad) e importante (nos permiten respirar y vivir) de nuestro planeta, esencial en casi todos los procesos terrestres (también hacen de aire acondicionado gigante, etc.).
Todo lo cual me lleva a preguntar, ¿las plantas son seres más evolucionados que nosotros? Existencialmente, ¿nos equivocamos más o resolvemos peor que ellas? ¿Estamos destruyendo modelos naturales a imitar? ¿Qué resulta si comparamos nuestro papel con el de las plantas en este hogar común que es la Tierra? ¿Somos solo depredadores o destructores y no contribuidores o hacedores del medio en que (con)vivimos? Como vengo diciendo en esta sección de artículos, titulada Economía Natural, pienso que todavía tenemos mucho que aprender de “Master Naturaleza”.