Del circo romano al fútbol
La agresividad y demás comportamientos similares, que antes eran considerados normales en los llamados ”fenómenos de masas”, los hemos ido canalizando y enfocando poco a poco hacia actividades más civilizadas
A lo largo de la historia hay muchas evidencias de nuestros progresos, sobre todo si nos referimos a ámbitos como la salud, la tecnología o mismo el trabajo. Pero además de los productos y servicios que creamos para dar mejor respuesta a los avatares en nuestro devenir; en este caso aludo a lo que nos congrega en los llamados «fenómenos de masas».
A bote pronto, estos pueden ser considerados como una especie de catarsis grupales (quizás en sintonía con la mente y el inconsciente colectivos, de S. Freud y C. Jung); no sé si fruto de los correspondientes procesos individuales (deseos, iras, fobias, tensiones, frustraciones, anhelos, etcétera), como algo con entidad propia o, posiblemente, una mezcla de ambas cosas.
A este respecto, parece incluso más evidente aún que, como se suele decir, «quién nos ha visto y quién nos ve». Me refiero a cómo hemos pasado, por ejemplo, de regocijarnos en cómo se mataban humanos, bien ajusticiados, enfrentados a animales o a otros (en el caso de los gladiadores); a vivir ese tipo de pasiones ante dos equipos que se disputan un balón para meterlo en una portería.
Incidiendo en ello, se puede decir que la agresividad y demás emociones y comportamientos similares, que antes eran considerados normales, los hemos ido canalizando y enfocando poco a poco hacia actividades más civilizadas. Sin hablar de domesticación de nuestros instintos, pues ya Eduard Punset avisó insistentemente de que estos eran aliados, no enemigos, y uno de nuestros componentes principales a tener en cuenta. Más bien, estaría aludiendo a lo que el antropólogo Albert O. Hirschman (1978) ha tratado sobre nuestra «lucha histórica por domesticar las pasiones y transformarlas en intereses», concretamente «en el pensamiento político y económico» de cada época.
Puede que sigamos con las mismas pulsiones y tensiones individuales y sociales, pero está claro que, lentamente, también las vamos puliendo y refinando
De hecho, puede que sigamos con las mismas pulsiones y tensiones individuales y sociales, pero está claro que, lentamente, también las vamos puliendo y refinando; o, como también se dice, «separando la paja del trigo», esto es, discerniendo lo que es beneficioso de lo que no, en cuanto a fuerza, competitividad, triunfos, derrotas, disputas y todo lo que rodea y lleva implícito las maneras de enfrentarnos que hemos tenido y seguimos teniendo.
Algo parecido a lo que se puede aplicar al ámbito de la política y, evidentemente, a la evolución hacia el sistema democrático; en el cual ahora se permiten confrontar ideologías sin tener que «llegar a las manos». Lo que tampoco justifica lo que está ocurriendo, ni un ámbito ni en otro. Como es el caso del ya denominado «mundial de la vergüenza» –como quizás pase a ser recordado–; o, en cuanto a la política, los bochornosos espectáculos que suponen todavía los debates y luchas partidistas.
Pero hay que darle a cada cosa lo suyo y está claro que mejor así que cuando en tiempos del imperio romano se entretenía al pueblo y gobernaba de aquellas otras formas. Entre las pruebas y manifestaciones de esta evolución que apunto en nuestro devenir, supongo que de las más evidentes son las llamadas «construcciones faraónicas», ya que las identifican y perpetúan en el tiempo, según solemos y nos gusta dejar constancia (léase desde pirámides a catedrales o rascacielos).
En concreto, me refiero a la pléyade de coliseos extendidos por todo el arco mediterráneo y que testifican, aún actualmente y ya transcurridos un par de miles de años, lo que fueron y supusieron estos espectáculos de aquella. Lo mismo que supongo ocurriría si, tras otros dos milenios, alguien pudiese contar que los estadios de fútbol representaban cómo canalizábamos hoy en día estas energías y emociones, en su mayoría relacionadas con nuestros desahogos. Quizás de ahí la famosa frase que relaciona el entretenimiento (circo) con el hambre (pan), otra necesidad que puede generar grandes tensiones, como también sabemos a lo largo de nuestra historia.
Indudablemente que, como todo, esos mismos estímulos y respuestas pueden mejorarse y tener usos y objetivos mucho más provechosos; seguramente también con más y mejor repercusión para todos y en lo que llamamos cultura, esto es, en lo acumulado a través de nuestro bagaje existencial.
Así y con motivo del cuarto de siglo que cumple el Guggenheim de Bilbao, me parece un buen ejemplo de cómo podemos seguir evolucionando positivamente en estos menesteres. Siendo que precisamente allí también se ubica la llamada «catedral del fútbol», como se conoce al estadio de San Mamés; en cambio, no tiene parangón lo que una y otra obra han supuesto para esta población y el resto.
Aunque muchos seguirán prefiriendo la camiseta «rojiblanca» que al perro floral Puppy de la plaza donde está el museo; sin embargo, pienso que ese puede ser un buen camino para nuestra evolución en estos denominados «espectáculos de masas», representativos de nuestras sociedades y culturas. Así como hemos pasado de los enfrentamientos a muerte a darle patadas a un balón, ¿por qué no a ver cuál exposición o expresión artística resulta más interesante, nos gusta o emociona más?
De ahí quizás que todavía mantenga la utopía (palabra que en su definición más básica es el «deseo del ser humano de alcanzar un estado perfecto, equilibrado y sostenible en todos los sentidos») de que, algún día (espero que en menos de dos mil años), por ejemplo, compitamos en unas olimpiadas o unos mundiales del conocimiento, del saber hacer mejor, de la mejor canalización de las emociones, batiendo marcas en descubrimientos o en solidaridad, congregando igualmente a millones de personas; gracias o con la motivación y poder de convocatoria que –al menos en teoría– supone nuestro crecimiento personal como seres y colectivo como especie.
Dedicado a Mariví Otero, por su amor, dedicación y divulgación del arte.